Capítulo 3... ( ... fragmento final ... )
...
Fabrizio no se asombra ya: las cosas más sorprendentes
del mundo no son nada al lado de esta enorme
novedad que acaba de entrar en él.
¡Pero el cuarto de Lorenzo, su taller! Sobre la gruesa alfombra gris que
cubre el entarimado, se ven pull-overs multicolores, raquetas de tenis, balones,
una flauta, una guitarra, libros; más libros sobre el mármol negro de la
repisa de la chimenea y sobre el diván vestido de rojo; y ropa interior limpia
y ropa interior sucia sobre el diván, en desorden, y una inmensa cabeza de
niño de terracota, y una compotera llena de frutas, y una docena de croquis; y
en las paredes, centenares de naipes, una colección entera (algunos son muy
bellos) clavada con chinchecs de todos los colores; y, en un rincón, otra serie
de reproducciones de cuadros célebres con niños: niños desnudos y vestidos,
rubios y morenos, pensativos, sonrientes, llorando; niños con una trompeta,
niños jugando en la calle, niños camino de la escuela, niños charlando,
niños...
"Adoro a los niños -dice (o repite) la voz recogida de Lorenzo-. Quiero casarme para tener muchos: diez, doce ..."
Fabrizio aparta algo y se sienta en el diván
"¿Podría yo ocultarle esta sensación de náusea, podría hacerle
comprender ...? En el otro extremo de la habitación, en un hueco
practicado bajo la ventana, hay un zócalo, sobre el cual, envuelto en trapos
húmedos, reposa una figura esbozada en arcilla.
Lorenzo va a la cocina, y vuelve al cabo de un momento
con dos tazas de café. "Acabo de hacerlo. He echado un poco de café
molido en agua hirviendo. Hoy es domingo, mis hermanas han salido, y la
criada..." "¡Demasiado dulce, este café!", se dice
Fabrizio sin salir de su ensueño.
Así, pues, tiene hermanas, y vive sobre la tierra.
"¿Qué es eso?", pregunta Fabrizio
señalando con el dedo la figura esbozada.
"¿Eso? -y Lorenzo ríe a carcajadas-. No es
nada ... Me cansé ... Quería representar una madre ... No, no quiero que lo
mire usted, no tiene importancia..."
Fabrizio se da cuenta de que sus cabellos no son
negros, como él creía, sino castaños, y con extraños reflejos profundos
(¿azules?). Tiene una nariz corta, de boxeador.
"Ya es hora -dice Lorenzo, aludiendo a la visita
al escritor famoso-. Apresurémonos; si no, nos perderemos la ceremonia de
las palomas".
Van a pie hasta el Arco del Triunfo, tuercen a la
derecha, caminan en silencio. Hay una luz rojiza, y la muchedumbre va
endomingada. Pasan cerca de un circo, del cual les llega una
musiquilla. "¿Cuánto tiempo (se pregunta Fabrizio) me queda de
estar en esta ciudad?"
Echan por una callejuela desierta. Se oye el
ritmo acompasado de unos pasos. "Tengo casi sueño -se dice
Fabrizio-. Esta noche no he cerrado un ojo ... No, digo mal, a eso del
amanecer..."
"Aquí vive", dice Lorenzo.
Entonces, Fabrizio le agarra de un brazo.
"¿Encontraste mi papel? -dice (pero ¿no es más
bien un grito?)-. Te amo, te amo..."
Lorenzo, inmóvil, cierra los ojos.
"¡Cuidado! -dice, con repentina violencia-.
Conmigo, es distinto. En lo que a mi respecta, nada ha ocurrido
aún: la luz y el deporte me han protegido. En lo que a mi respecta,
nada podría ocurrir."
Después, violentamente, tira del llamador de la
puerta.
"De esta visita dominical, estoy viendo de nuevo
los detalles más insignificantes, pero no el conjunto. Sé que
sufría. Sentía compasión hacia mí mismo
(pero esta compasión se trocaba en una cólera sutil que me devoraba,
obligándome a pronunciar palabras cortantes, a herir). Me veía a mi
mismo (él no se miraba nunca), a los demás, a él sobre todo, naturalmente ...
El espectáculo de fondo se desarrolla de acuerdo con unas reglas que se dirían
preestablecidas. El escritor da de comer a dos palomas que vienen a
posarse en el borde de la ventana; la mano del escritor es muy flaca, llena de
venas; es la mano de un obispo. Su voz es también de obispo, y diserta
con ellos sobre las panteras con una inteligencia de matices. ¿Las
panteras se comen a los hombres porque son malas, o bien porque el hambre las
incita a ello? He aquí el tema. Cada cual desarrolla sus argumentos, y el
escritor los resume, los evalúa, agita sus manos de obispo, expresa al fin con
su voz de obispo su opinión personal, y un intelectualoide de faz lunar se
apresura a anotarla en un cuadernito con tapas de cuero (¿qué entrará en la
historia?). Después de las panteras, una anécdota encantadora, según
creo. Parece ser que, encontrándose en casa de Cocteau, este eminente
escritor con aspecto de obispo ha visto en manos de alguien la estilográfica
que algunos días antes le había sido robada por un seductor personaje
encontrado por casualidad en la calle; y que entonces ... Bajamos a un jardín
minúsculo para tomar una taza de té. Aparece (agitación en la
concurrencia, suspiros de admiración, ojos en blanco, que es el no
acabar). Mme. Fulana, la grande, la célebre amiga de André Gide.
Lleva gafas oscuras y tiende la mano como una reina de Oriente para que cada
cual pose en ella sus labios con solicitud. Me presentan a una señora que
dice haber vivido en Florencia y conocer un pequeño lugar tranquilo, un hotel
encantador que tal vez fuese oportuno recomendar al Maestro. ¿Es cierto,
se informa el Maestro, que todas las tardes, en los Cascine ...? Pero todo
el mundo acaba por confesar su asombro: ¿cómo los italianos, tan bellos,
tan adorables, pueden ser tan acervos y malos como yo tiendo a demostrar?
Me doy cuenta de que un señor de edad corteja asiduamente a Lorenzo, quien le
trata con una ironía torpe. Está allí también la masajista de Mme.
Mengana, la esposa del Maestro; la cual acaba por confiarme que cuando su libro
de recuerdos conyugales se publique, tendrá seguramente que refugiarse en un
convento o, concede, en un rincón cualquiera. El Maestro va envuelto en
una larga túnica azul, por el cuello cerrado por una cinta amarilla; y un joven
de rostro caballuno y labios viscosos exclama: «Querido Maestro, cuando veo esa
cinta, me dan unas ganas locas de desatarla con mis propios dedos...» El
Maestro se vuelve todo sonrisas, y dice «¡Pues hágalo, pequeño!
¡Hágalo!» Lorenzo se vuelve hacia mí y me dice en voz baja:
«¡Vigílese, por favor. Está usted exagerando.» El tiempo
transcurre así en medio de tanta necedad (entre tanta angustia y tedio). «¡La
muerte, antes que el escándalo!», proclama en un momento dado el Maestro con
una violencia inesperada, y los concurrentes aplauden y se declaran de acuerdo
con él. Lorenzo me dice con una seña que es hora de que nos
marchemos."
Apenas franqueado el umbral, Lorenzo dice a Fabrizio:
"¡Ha estado usted detestable, odioso!"
Y luego agrega: "Sin embargo, tal vez tenía usted
razón."
Pensamiento que Fabrizio confirmó por estas palabras
(que, en adelante, iban a ser su justificación habitual):
"Porque sufría."
A las ocho están citados cerca de la estación del
Este con los jóvenes de la galería, para ir a tomar juntos una sopa de
cebolla. Lorenzo propone andar un poco; todavía es temprano, y podrán ir
por los muelles. Se empareja con Fabrizio, y al punto comienza a
hablar.
La noche cae sobre la ciudad, los muelles están
desiertos. En algún lugar suena una campana. La
voz de Lorenzo se eleva inexorablemente. Y he aquí que su presencia, su
ser real, todo en él se transforma en voz.
¿De qué habla? Fabrizio comienza por oír su voz; solo después, tal
vez, comprenderá sus palabras. No, no las comprenderá: se
limitará a sentirlas. Lorenzo habla de la amistad entre hombres.
Habla de Walt Whitman; habla de Saint-Just, de Robespierre. Habla a veces
muy de prisa, a veces lentamente; hay momentos en que se diría que canta, hasta
tal punto su voz es contenida... Diríase que arrulla. No hay casi
nadie en los muelles. El río discurre lentamente; Lorenzo dice que
le gustaría tener una barca, y dejarse llevar por las aguas.
"Tenerle junto a mí", dice abiertamente a Fabrizio.
Fabrizio siente nuevamente deseos de llorar. "Saint-Just -dice
Lorenzo- amaba a Robespierre; pero esta tarde, en la casa en que hemos estado,
no había una sola persona capaz de comprender un amor." He aquí, en
el muelle, un barco cuyo pabellón desconoce. Un hombre duerme sobre el
puente, con la cabeza apoyada en su brazo. "Yo haré de usted
un gran artista -dice Lorenzo con voz opaca-. todo el mundo hablará de
usted; ¡Pero tenga confianza!" Un vapor violeta envuelve ahora la
ciudad. "Compraremos un barco -dice Lorenzo-, y nos dejaremos mecer
por las olas; y usted ya no tendrá miedo; porque yo estaré
junto a ti. Afirmaremos que la vida es
bella, que creemos en los hombres, en el trabajo, en la amistad entre los
hombres, que creemos en el mensaje de Withman. " Pasan bajo un
puente; el silencio (más allá de su voz) es total: llena el espacio
entero. "No se muerda usted así las uñas; quiero que se serene
usted, que trabaje. Si he pronunciado las palabras que le han angustiado,
es porque somos distintos de todos
los demás; usted comprende bien que tenemos un signo, ¿verdad? Entre
nosotros y los que hemos visto esta tarde en esa casa no hay relación
posible. Mire usted al cielo en este momento, y deje de roer esas pobres
uñas: entre el rey y el mensajero del rey, ¿quien prefieres ser?
El rey, ¿verdad, Fabrizio? "
Siguieron así hasta el puente Saint-Michel.
("Tomamos un taxi, y él dió la dirección del
restaurante en el que nos esperaban los demás. El coche arrancó.
Entonces, me cogió la mano y declaró: «¡Me siento tan dichoso de estar
contigo!»")
Al día siguiente, al amanecer, Fabrizio Lupo entró en una iglesia y se puso a rezar. Dijo así:
'Padre, no he venido ni para pedirte perdón ni para darte gracias. No
puedo pedirte perdón sino por las faltas que he cometido, y Tú sabes que
en lo que respecta a la elección no soy responsable. No he venido para
darte gracias: tan fuerte es el gozo que me embarga, que parece estarme
fatalmente destinado, haber nacido conmigo, para mí, desde los siglos de
los siglos. He venido, por el contrario, Padre, para atestiguar que he
oído tu voz y recogido tu signo. He venido para pedirte que no permitas
que me vuelva indigno de él. He venido a decirte -a decirte a ti, que
eres Padre- que, cuando miro a Lorenzo, te descubro de nuevo; porque
entonces ya no te siento invisible, difuso, indiferente, sino vivo,
activo, consolador: padre de amor, en el sentido más amplio: fuente de
amor: el Amor mismo. Ayúdame, pues, Tú que eres amor, a amar. Ayúdame a
consumirme en el amor, a no temer su llama, a no temer el ridículo, a no
tratar de entibiarlo, a no envilecerlo, a no traficar con él, a no
perderlo al paso de los días, a no dar participación en él sino a los
más dignos. Ayúdame a distinguir el verdadero amor del falso amor, el
hilo blanco del hilo negro, ayúdame a no creer en las palabras de los
enemigos del amor, ayúdame a soportar el asalto de los sacerdotes que no
conocen del amor sino los nombres, de los jueces que lo miden con unas
reglas falseadas, de los poetas que cantan sus atributos y no su
sustancia, de los moralistas que lo aprisionan en sus dogmas, de los
hacedores de guerras que tratan de sacrificar su objeto, de los
hacedores de paces que no soportan su glorioso heroísmo. Ayúdame, Padre;
porque si Tú eres (como en efecto lo eres) amor, ahora que tu tiempo ha
llegado, estás obligado a escuchar mi voz...'
Frabrizio Lupo me entregó esta oración, que había transcrito en un pedazo de papel de dibujo.
"Naturalmente, cuando fuí a confesarme, se me declaró que era imposible
darme la absolución. Porque se me preguntó si tenía la intención de
desprenderme de ese amor, y yo contesté que no tenía derecho a
repudiarlo. Me preguntaron si estaba arrepentido, y yo contesté que no
lo estaba; si estaba triste, y yo dije que mi alma estaba henchida de
gozo. Así, mientras que al conocer a Lorenzo yo había vuelto a encontrar
el tiempo de Dios, salí por primera vez del confesionario sin aquella
absolución que me había sido generosamente concedida en el tiempo del
desorden. Esto no me entristeció demasiado: al mensajero del rey, como
decía Lorenzo, yo prefería el rey."
"Me marché algunos días después. Durante ellos, no hicimos otra cosa que vagabundear por París.
Una noche, Lorenzo cantó durante largo rato. Decía que el tiempo no había llegado por completo.
Tenía una moral propia, hecha de símbolos. La víspera de mi partida le propuse (y todo pasó sencillamente)
que marchara conmigo. El me contestó: "Iré dentro de cuarenta días, pues he firmado un pacto con el tiempo."
Salí a las ocho de la mañana para Laussanne, y él me acompañó a la estación.
Bajé el vidrio de la ventanilla, y le miré. Cuando el tren arrancó, él me lanzó un
Ti voglio bene.
La noche anterior, yo le había escrito las siguientes líneas [Esta carta fué escrita en francés]:
Te he hablado de plenitud; ahora quiero decirte lo que veo en tus ojos.
Cada uno de nosotros poseía un paraíso y después lo perdió;
la nostalgia de ese paraíso nos hace vivir, y a veces nos hace morir.
Esto, Lorenzo, si quieres, es literatura; pero cuando te miro a los ojos y tú me miras un instante,
no es literatura, es el tiempo de Dios. Yo vuelvo a encontrarlo en ti. Y vuelvo a encontrarme.
Anoche (íbamos en el metro) miraba tu piel, y me decía: es mi piel.
De tus manos, decía: son mis manos. ¡Me siento tan exaltado ante este descubrimiento! Te amo.
Ya no tengo miedo. Eres grande y bello como el sol; y cuando ríes, es como si saliera de ti un rayo de sol.
¡Te amo!.
"Las otras cartas, excepto algunas, se las escribía en italiano, como el mismo me había pedido que hiciera."
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