Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad

Libro

 

Sacerdotes gay

John Boswell, «Tradiciones teológicas», en Cristianismo, Tolerancia Social y Homosexualidad, Los gays en Europa occidental desde el comienzo de la Era Cristiana hasta el siglo XIV, Biblioteca Atajos I, Muchnik Editores SA, Barcelona 1998, pp. 165-194, y las notas correspondientes que en el original se encuentran al final del texto en las pp. 484-494.

Tradiciones teológicas

Aunque es probable que las actitudes de los ascetas cristianos sólo influyeran en una pequeña parte de la Iglesia primitiva, terminaron por proporcionar justificación a la opresión de los gays en muchos Estados cristianos y, por tanto, merece la pena tomarlas aquí en consideración. Se las puede incluir bajo cuatro encabezamientos: 1) conducta animal, 2) asociaciones ofensivas, 3) conceptos de «naturaleza» y 4) expectativas sexuales específicas del género masculino.

De los cuatro, sólo el último estaba destinado a desacreditar la conducta homosexual en particular. Los otros tres eran originariamente condenaciones de conductas que sólo implicaban la homosexualidad a título incidental –y en la misma medida en que implicaban la heterosexualidad– pero, a través de la mala interpretación y la inferencia selectiva, terminaron Por aplicarse a los gays en particular.

Conducta animal. Los argumentos más antiguos e influyentes que emplearon los teólogos cristianos para oponerse a la conducta homosexual fueron los que derivaban de la conducta animal. La Epístola de Bernabé, redactada probablemente durante el siglo I d. C. y que hoy se tiene por apócrifa, fue sin embargo aceptada como Escritura por la mayor parte de los cristianos familiarizados con ella. Integra el texto del manuscrito más famoso de la Biblia que haya sobrevivido a nosotros, el Codex Sinaiticus, y su influencia puede rastrearse a lo largo de siglos en los escritos de muchos Padres de la Iglesia (entre otros, Clemente, Orígenes y Eusebio). El autor de la obra equiparaba las prohibiciones mosaicas de comer cierto tipo de animales con diversos pecados sexuales:

 

[Moisés dijo] De la liebre no comeréis [cf. Lev., 11: 5]. ¿Por qué? A fin de no volveros, dijo, abusadores de muchachitos,[1] o de que no os suceda como a este animal. Pues la liebre desarrolla una nueva apertura anal cada año, de modo que tendrá tantos anos como años haya vivido.[2]

Tampoco de la hiena comeréis, dijo, a fin de no volveros adúlteros o seductores, o como ella. ¿Por qué? Porque este animal cambia de sexo anualmente y es un año macho y al año siguiente, hembra.[3]

Y también despreció la comadreja [cf. Lev., 11:29]. No os volveréis como estos animales, dijo, de los que sabemos que cometen actos inmundos con la boca, ni os uniréis a aquellas mujeres que han cometido actos ilícitos oralmente con el impuro. Pues este animal concibe por la boca.[4]

 

Las opiniones de este texto y los errores que derivan de aplicarlos a la homosexualidad implican tal cantidad de tan complejas incomprensiones, que aquí sólo podemos ofrecer el más escueto sumario. Por supuesto, Moisés no atribuyó estas extravagantes características a los animales en cuestión, ni prohibió en realidad comer hiena,[5] pero pocos de los primeros cristianos conocían el texto del Levítico lo suficiente como para reconocer la tergiversación, y, en todo caso, era moda entre los cristianos de la época extrapolar imaginativamente a partir de la ley mosaica. Además, en el mundo antiguo estas extrañas nociones acerca de la conducta animal eran aceptadas casi universalmente. En la leyenda acerca de la hiena se creía ya de un modo muy extendido en época de Aristóteles, y a pesar de que este filósofo la refutó (Historia animalium, 6. 32, Sobre la generación de los animales, 3. 6), hacia la época del naturalista Eliano (siglo II o III d. C.) todos los tratados serios de zoología volvían a aceptar aquella afirmación,[6] y tanto Ovidio (Metamorfosis, 15. 408-9) como Opiano (Cinegética, 3.289-92) la emplearon en fábulas populares. La idea relativa a la liebre también estaba muy difundida. En la misma época en que escribía Bernabé, Plinio la incluía en su historia natural y la adornaba con relatos más extravagantes aún.[7] Nada menos que un personaje como Plutarco introducía a sus lectores a las supuestas aberraciones sexuales de la comadreja (Isis y Osiris, 74 [31B]), y Ovidio incluso creía en un mito que explicaba cómo se había asociado la comadreja con el nacimiento oral (Metamorfosis, 9.322-23).

El empleo que hace Bernabé de esta tradición zoológica popular en un contexto moral ejerció una influencia decisiva sobre muchos cristianos, que no sólo adoptaron, sino que además expandieron sus prejuicios y errores. Que Bernabé aspirara o no a aplicar la prohibición a los jóvenes de ambos sexos, lo cierto es que se refería al problema de las relaciones sexuales con menores,[8] y su modo de entender sobrevivió hasta el siglo IV.[9] Pero hacia la época de las Constituciones apostólicas de ese siglo, sus comentarios ya se aplicaban a toda actividad sexual entre personas del mismo sexo (o a toda sexualidad no reproductiva entre dos personas cualesquiera).[10] Esto, sin duda, se debía en gran parte a su adopción de Clemente de Alejandría como columna vertebral de su argumento contra la homosexualidad en el Paedagogus, que era un manual de extraordinaria popularidad para la instrucción de los padres cristianos. Aunque Clemente fue uno de los primeros teólogos cristianos que invocó la «regla alejandrina» (según la cual el acto sexual, para ser moral, debe estar dirigido a la procreación) en las exposiciones sobre la homosexualidad, su desprecio de las relaciones homosexuales se basaba sobre todo en los argumentos animales de Bernabé. Moisés, observaba Clemente, había rechazado la «siembra inútil» al prohibir comer hiena y liebre, pues «estos animales están demasiado obsesionados con el coito».[11] Clemente, evidentemente, había leído a Aristóteles (o un epítome) y era consciente de que los naturalistas de su día estaban equivocados al atribuir a la hiena la capacidad para cambiar de sexo, pero creyó que las hienas macho se montaban regularmente unas a otras con preferencia a las hembras, e infería que la supuesta prohibición de Moisés de comer hiena debía ser una condenación específica de las relaciones homosexuales. Reforzó su argumento con el comentario de Pablo en la Epístola a los Romanos y citas de Platón tomadas fuera de contexto, y sostuvo que Platón había objetado al comportamiento homosexual sobre la base de su lectura de la Biblia.

Es fácil ridiculizar la ignorancia de Clemente, pero sus actitudes al respecto ejercieron una gran influencia. En una época en que su argumento de que la única finalidad lícita del placer sexual era la procreación todavía no gozaba de aceptación universal, sus otras objeciones, sin embargo, eran convincentes, sobre todo en tanto seguía la Epístola de Bernabé, que tanto Clemente como sus lectores consideraban apostólica, y en tanto se dirigían a una cuestión tan delicada como era la crianza de los hijos.[12]

En Occidente, donde la zoología fantástica era igualmente popular y donde las extravagantes ideas acerca de la liebre, la hiena y la comadreja se habían introducido en todo tipo de literatura, una traducción latina de Bernabé familiarizaba a los cristianos con las implicaciones morales de tal conducta.[13] Novaciano, evidentemente afectado por esta idea, dijo que «en los animales la ley ha establecido una suerte de espejo de la vida humana.[14] [...] Pues, ¿qué es lo que entiende la ley cuando dice: “De la liebre no comeréis”? Condena a los hombres que se han convertido en mujeres».[15]

La persistencia y la ubicuidad de esta tradición quedaron aseguradas cuando las inferencias sexuales acerca de los animales en cuestión se incorporaron a la obra indudablemente más popular de ciencia natural de la Edad Media, uno de los tratados más vastamente leídos con anterioridad al siglo XVII.[16] El Physiologus fue una colección de anécdotas sobre animales –algunas más o menos precisas, algunas desatinadamente fantásticas– en las que se extraía una moral cristiana a partir de diferentes aspectos de la conducta animal. Apareció primero en Grecia, un poco después de la Epístola de Bernabé; rápidamente se abrió camino en latín y su popularidad dio lugar a docenas de versiones distintas.[17] Durante la Edad Media se lo tradujo a casi todas las lenguas vernáculas medievales, del islandés al árabe.[18] Su influencia fue incalculable, en particular durante la Alta Edad Media. Dado que se podía disponer de él en todas las lenguas romances como «el bestiario», sirvió a modo de manual de piedad, de compendio de zoología y como una forma de entretenimiento. Incluso muchos fragmentos del saber popular acerca de animales deben su popularidad a la influencia del Physiologus y de los bestiarios que de él derivan.

Fueran o no derivaciones de Bernabé o de Clemente,[19] las primeras versiones griegas y latinas del Physiologus realizaron exactamente la misma fantasiosa conexión entre las coloridas leyendas acerca de la sexualidad animal y la ley mosaica.

 

La ley dice, «No comeréis comadreja ni nada parecido». El Physiologus ha dicho de este animal que presenta las siguientes características: la hembra recibe al macho en la boca, queda preñada y pare por los oídos [...][20] La ley dice, «No comeréis hiena ni nada parecido». El Physiologus ha dicho de este animal que es macho-hembra;[21] que es en un momento macho, y en otro momento, hembra. En consecuencia, un animal impuro, a causa de este cambio de sexo. Esta es la razón por la cual dice Jeremías: «Nunca la guarida de la hiena será mi herencia».[22]

Por tamo, no debes volverte como la hiena, tomando primero la naturaleza masculina y luego la naturaleza femenina; a éstos, dice, censuraba el Santo Apóstol cuando hablaba de «hombres que hacen con hombres lo que es impropio».[23]

 

Estas asociaciones afectaron profundamente las actitudes posteriores ante la conducta homosexual.[24] Medio milenio después de Bernabé, el obispo de Pavía se burlaba de un varón gay comparándolo con una liebre,[25] y mil años después, Bernardo de Cluny atacaba las relaciones homosexuales con la simple observación de que un hombre que de tal suerte «deshonra su virilidad» no es más que «una hiena».[26] No era menester explicar esas referencias; los autores medievales podían estar seguros de la familiaridad de su público con una o más docenas de bestiarios, que se podían encontrar en casi todas las lenguas europeas y en los que se explicaban las prácticas impuras de la liebre, la hiena y la comadreja.[27]

En la Grecia oriental, las leyendas sobre estos animales no sólo persistieron, sino que incluso se expandieron. En la versión del siglo VI debida a Timoteo de Gaza, no sólo la hiena, sino también la liebre cambiaban anualmente de sexo, y la comadreja podía parir su cría por el oído o la boca;[28] en la versión griega de los Jeroglíficos de Horapolo, las hienas, además del cambio de sexo, tienen propiedades mágicas, y la comadreja hembra tiene el órgano masculino de su especie.[29] Estas confusas leyendas pasaron también al saber popular árabe, de donde, en una forma alterada, terminaron por entrar en la tradición occidental.[30]

Asociaciones ofensivas. Al menos tres tipos de asociaciones ofensivas matizan la visión que algunos autores cristianos adoptaron ante la homosexualidad. La asociación de la homosexualidad con el abuso sexual de menores, notable ya en el siglo IV, se debió a una creciente imprecisión semántica (o a una deliberada mezcla de conceptos)[31] y, en parte, al enorme predominio de una antigua costumbre, que las culturas industrializadas modernas han considerado execrable, pero que formaba parte del contexto social aceptable en el cual se forjaron las actitudes cristianas ante la variedad de conductas sexuales: el abandono de niños no deseados para que fueran vendidos como esclavos. Un gran porcentaje de tales niños se usaban con fines sexuales, al menos a partir de la adolescencia y hasta que eran lo suficientemente desarrollados para servir como trabajadores. El testimonio tanto de autores paganos como de apologistas cristianos nos da noticia de la enorme extensión de esta práctica. Justino Mártir explica que «se nos ha enseñado que es un error exponer incluso a los recién nacidos… porque hemos observado que casi todos esos niños, ya sean varones, ya sean hembras, serán prostituidos».[32] Clemente cuenta que los muchachitos que se vendían como esclavos eran hermoseados para atraer a los potenciales compradores (Paedagogus, 3. 3).

Además de (a veces en lugar de) problemas evidentemente morales de prostitución involuntaria y de explotación sexual de menores, a los autores cristianos les preocupaba mucho la posibilidad de incesto accidental que presentaba este aspecto del tráfico de esclavos. Justino se pronuncia en contra del recurso a la prostitución masculina, pues un hombre que disponga de tales servicios podría, sin saberlo, cometer incesto con su hijo, su hermano u otro pariente cercano (I Apología, 27 [PG, 6: 372]). Tertuliano se pronuncia contra la exposición o el ofrecimiento para adopción de niños que en última instancia pudieran incurrir en relaciones incestuosas con padres a quienes no pueden reconocer;[33] y Clemente lamenta «las incontables tragedias desconocidas provocadas por encuentros sexuales casuales. ¿Cuántos padres, olvidando los hijos que ellos mismos abandonaran, tienen, sin saberlo, relaciones sexuales con un hijo que es un prostituto o con una hija convertida en ramera?»[34] La venta pública de niños como esclavos persistió claramente durante siglos tras la conversión del mundo romano en cristiano: en su relato de la evangelización de Inglaterra, san Beda cuenta cuan bellos encuentra el papa Gregorio I Magno a los muchachos ingleses que se venden en el mercado público de Roma en el siglo VI.[35]

Las asociacionnes de la homosexualidad con el paganismo sólo pudieron haber despertado sospechas contra ella, aun cuando, en general, las objeciones de los moralistas cristianos a la sexualidad pagana se aplicaban a ambas inclinaciones. Cuando Justino Mártir ataca las hazañas sexuales de los dioses, no distingue entre gay y no-gay: «Nos hemos consagrado nosotros mismos a Dios, que no tuvo nacimiento ni sufre, y que, creemos, no asaltaba a Antiope ni a otras mujeres movido por el deseo, ni a Ganimedes».[36]

Los actos homosexuales se criticaban a veces como uno de los múltiples síntomas de sexualidad hedonista o porque llevaban implícita alguna actividad objetable en sí misma, como la prostitución masculina.[37] Aunque ni las Escrituras judías ni las cristianas condenaran explícitamente el coito oral ni el anal, el primero fue objeto de gran desprecio entre los ciudadanos del mundo antiguo, y la antipatía popular de ambos fue buen caldo de cultivo de prejuicios contra la conducta homosexual.[38] En el nivel teórico, por supuesto, la oposición a uno y otro se aplicaría también a formas comunes de coito heterosexual, pero en el debate público, la fuerza visceral de tal hostilidad parece haberse dirigido principalmente contra los gays, tal vez porque era más fácil condenar esa conducta como característica de una minoría cada vez más impopular que cuestionar las vidas privadas de la mayoría. La repugnancia cristiana por enfermedades sociales tales como el abuso sexual de niños, que originariamente se percibían como males de una sociedad generalmente pecaminosa, se fue concentrando cada vez más en grupos particulares e impopulares: bárbaros, herejes, judíos y gays.

Conceptos de «naturaleza». La palabra «naturaleza» no aparece en los Evangelios; en la medida en que estos documentos representan un registro exacto de los comentarios y las instrucciones de Jesús, éste nunca pronunció una sola palabra acerca de la «naturaleza». Tampoco a san Pablo preocupaba la «naturaleza» en abstracto: fuera de una o dos ambiguas referencias,[39] en los escritos paulinos la palabra «naturaleza» tiene lugar únicamente en el sentido de «naturaleza» de algo: los judíos, los gentiles, los dioses paganos, los árboles, etc. En las Epístolas a Pedro y a Judas,[40] lo «natural» se opone específicamente a lo justo y es caracterizado como algo destructivo. Difícilmente se hallará una sólida base en las Escrituras para fundamentar la preocupación cristiana por la «naturaleza» como principio moral.

Pero el cristianismo vivió su infancia en una sociedad profundamente afectada por versiones tardías de los conceptos platónicos y aristotélicos de «naturaleza ideal», que ejercieron una gran influencia en algunos de los primeros adherentes a la nueva religión. Los estoicos inferían tautológicamente de los procesos «naturales» lo que era «natural» y lo erigían en su norma ética. Afirmaban que comer moderadamente, sólo lo necesario para alimentarse, era «natural», de modo que la intención de la «naturaleza» debía ser que los seres humanos comieran sólo lo necesario y con ese fin; todo lo que fuera más allá de ese límite sería «no natural» o «antinatural». (Por supuesto, pudieron haber previsto dos funciones «naturales» en el comer: el mantenimiento y el disfrute; pero no lo hicieron.)

Los conceptos estoicos de moralidad «natural» ya se habían extendido en el mundo romano antes de la irrupción del cristianismo, y es probable que la semejanza de la ética estoica y la cristiana en el nivel práctico facilitara enormemente el éxito de esta última.[41] La correspondencia entre las enseñanzas morales de Séneca y de san Pablo en determinados puntos era tan asombrosa que las épocas posteriores tuvieron que inventar una «correspondencia» (esto es, un conjunto de cartas) entre ellos.[42] Muchos seguidores de san Pablo adoptaban con facilidad los prejuicios de Séneca relativos a la «naturaleza», pese a su impertinencia para la enseñanza cristiana.

Los neoplatónicos consideraban explícita o implícitamente la «naturaleza» como la fuerza semidivina que transformaba lo «ideal» en «real» y pensaban que sus dictados tenían fuerza de ley moral. Los judíos helenizados, fuertemente influidos tanto por la moral estoica como por el platonismo, invocaban lo «natural» como corolario de la ley divina, como el reflejo terrenal de la voluntad de Dios, y la utilizaban para proveer justificación filosófica a la moral del Antiguo Testamento. Por ejemplo, la idea de que el único uso «natural» de la sexualidad era la procreación pudo hacerse pasar, por medio de cierto ardid lógico, como el fundamento de la legislación sexual mosaica.

Las escuelas judeoplatónicas del Este, sobre todo en Alejandría, influyeron enormemente en los primeros cristianos, pues combinaban la autoridad del conocimiento clásico con una tradición de estudio del Antiguo Testamento (responsable de la traducción Septuaginta, de la que muchos cristianos se sirvieron). La hegemonía intelectual de estas escuelas entre los judíos grecoparlantes y el hecho de que muchos cristianos griegos estudiaran en Alejandría, realzaron enormemente las evidentes –aunque engañosas– semejanzas entre el concepto platónico y el paulino de lo «natural» y tuvieron mucho que ver con el triunfo final de la llamada regla alejandrina. En el siglo III, Clemente de Alejandría afirmó dramáticamente que «mantener relaciones sexuales con cualquier otro fin que no sea la producción de hijos es violentar la naturaleza»,[43] como si Cristo hubiera ordenado a sus discípulos que obedecieran a la «naturaleza»; y las Constituciones apostólicas dividían las acciones entre las que seguían «el camino de la vida», que «armonizaban con la naturaleza», y las que seguían «el camino de la muerte».[44] Incluso en Occidente, donde la influencia judeoplatónica fue menos pronunciada, san Agustín podía enunciar como principio cristiano el de que «a fin de no ser pecaminoso, un acto no debe violentar la naturaleza, la costumbre ni la ley»,[45] criterios sin relación discernible con los principios morales del Nuevo Testamento.

La doctrina de los maniqueos, según la cual el mundo «natural» era intrínsecamente malo, también provocó en muchos cristianos –especialmente los que, como san Agustín, habían sido maniqueos– resonantes defensas de la «naturaleza» y de lo «natural» como básicamente bueno.

Sin embargo, sería completamente erróneo afirmar que tales conceptos de «naturaleza» fueron determinantes en la formación de la ética sexual cristiana, o que los cristianos suscribieron las premisas teológicas y filosóficas subyacentes a la «moral natural» que invocaban de paso. En realidad, la influencia más importante de estas filosofías sobre el pensamiento cristiano fue simplemente la eliminación de la filosofía cristiana de todos los conceptos «realistas» de «naturaleza»; pero hasta el siglo XIII no fueron sustituidos por principios coherentes de «naturaleza ideal». En muchos aspectos de pensamiento cristiano se hicieron sentir diferentes fragmentos de filosofías «naturales», que a veces quedaron alojados de manera permanente en algún nicho dentro del marco de la teología cristiana, pero las dificultades inherentes a la compaginación de la «naturaleza» con las preocupaciones del Nuevo Testamento, junto con las ilógicas e inconsecuentes bases filosóficas de la «moral natural», impidieron toda apelación general o sistemática a la «naturaleza» por parte de los cristianos.

Incluso en un nivel más práctico, los cristianos se encontraron con dificultades a la hora de adaptar los conceptos populares de «naturaleza» a las exigencias de Cristo y sus apóstoles. Para los judíos neoplatónicos, como Filón, todo uso de la sexualidad humana, real o potencial, que no produjera descendencia legítima, violentaba la «naturaleza»: todos los problemas morales se subordinaban al deber primario de procrear qu tenían los varones. El celibato era tan «antinatural» como la homosexualidad;[46] y la negación del divorcio a una mujer estéril, tan «antinatural» como la masturbación.[47]

Por atractivos que los conceptos alejandrinos de lo «natural» resultaran para los cristianos, éstos no podían aceptar sus premisas básicas. En abierto contraste con la creencia de Filón según la cual la procreación era el último y necesario uso de la sexualidad humana, el Nuevo Testamento enseñaba con toda claridad y coherencia que la respuesta más elevada al erotismo humano era el celibato, que no sólo no existía el imperativo de procrear, sino que en realidad era moralmente mejor no hacerlo. En el Nuevo Testamento, el matrimonio no era la vía «de la naturaleza» para poblar el mundo, sino la vía del hombre para evitar la fornicación, comprometiéndose con las pavorosas fuerzas de los deseos sexuales incontrolados. Además, los cristianos estaban obligados por mandamientos absolutos que impedían directamente la adopción de las normas judeoplatónicas de sexualidad «natural» que apuntaban exclusivamente a la procreación: por ejemplo, la prohibición del divorcio por Jesús,[48] que debía aplicarse incluso en el caso de esposas estériles, y la insistencia de Pablo en la satisfacción del «débito matrimonial», sin ninguna referencia a propósito procreador alguno (1 Cor., 7: 4-6).

Para los cristianos, lo máximo que se podía obtener de la observancia de normas éticas «naturales» era una suspensión forzada de elementos imposibles de mezclar. El enfoque que Agustín tenía del matrimonio, por ejemplo, se vio hasta cierto punto influido por preocupaciones «naturales». Siempre que siguió estos criterios con cierta fidelidad, se vio obligado a adoptar posiciones sin relación con las enseñanzas del Nuevo Testamento, o bien directamente contradictorias con éstas. Mientras que Pablo, libre de preocupaciones por la «naturaleza», ordenaba a los cristianos que satisficieran las necesidades sexuales de sus cónyuges, Agustín sostenía que el coito realizado con cualquier finalidad ajena a la procreación era intrínseca, aunque venialmente, pecaminoso. Ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento prohibían ningún tipo particular de actividades sexuales en el matrimonio, pero ambos condenaban la prostitución en términos absolutos e inequívocos.[49] El horror de Agustín por los actos sexuales «antinaturales» (esto es, no procreadores) era tan grande que no sólo los prohibía en términos absolutos a las personas casadas, sino que en realidad aconsejaba a las mujeres cristianas que hicieran que sus maridos, en caso de que se vieran acosados por la necesidad, realizaran tales actos con prostitutas (que, a su juicio, eran una parte «natural» y necesaria de la vida[50]).[51]

En niveles teológicos más altos, fue completamente imposible adaptar el concepto de «naturaleza» a un marco de referencia cristiano. En Oriente, si bien persistió en los tratados populares de moral, los principales teólogos lo rechazaron. San Basilio dijo que «aquel que sigue a la naturaleza en estas cuestiones se condena, pues todavía no ha conquistado completamente la naturaleza y sigue dominando por la carne».[52]

En Occidente, la «naturaleza» ideal brilla por su ausencia en las obras teológicas serias. Esto se debe en parte al concepto de «naturaleza» entre los latinoparlantes, cuyo uso de «naturaleza» se centraba en torno a las «características innatas», esto es, a la naturaleza de algo. (De rerum natura de Lucrecio trataba de la «naturaleza» como un todo, pero fue el rerum –«de las cosas»– lo que sugirió a los escritores latinos lo que los modernos entienden por «naturaleza».)[53] Probablemente, cuando el griego «en oposición a la naturaleza» se tradujo al latín como contra naturam, a la mayoría de los cristianos romanos les sugirió algo más que «no característico» o «atípico».

Además, la tradición filosófica occidental relativa a la «naturaleza» se mantuvo independiente de la mayoría de los problemas morales cristianos, cuando no en contradicción con ellos. La mayor parte de las escuelas de «moral natural» no se oponían a la conducta homosexual, pero el término «antinatural» se aplicó a todo, del sostén posnatal del niño a los contratos legales entre amigos.[54] Incluso Séneca, que condenaba muchas extravagancias como «antinaturales» (véase esp. Epístolas, 47, 122; y De brevitate vitae, 12. 5), no se imaginaba que la «naturaleza» pudiera ser una fuente coherente de ética: «La naturaleza no concede virtud; llegar a ser bueno es un arte».[55]

Allí donde aparece la «naturaleza» en la teología de los primeros cristianos, como en los escritos de Agustín, su uso es completamente diferente de este uso común entre los moralistas populares o de la escuela alejandrina. Para Agustín, lo mismo que para Pablo, el término «naturaleza» se refiere a las características de individuos o de cosas más que a un concepto ideal. Habló de la «naturaleza del bien» o de la «naturaleza humana», e incluso cuando parece tratar de la «naturaleza» en abstracto («Sobre la Naturaleza y la Gracia»), lo que en realidad analiza es la naturaleza humana. La abstracción que las épocas posteriores llamaron «naturaleza», en las obras de Agustín era en general «orden» (ordo), una fuerza amoral que sostenía tanto el mal como el bien. (El tratado De ordine está enteramente dedicado a este concepto: PL, 32.) Cuando el término «naturaleza» aparece con un sentido más amplio, significa «todo lo que es», como en La ciudad de Dios (16. 8), donde sugiere que cualquiera cosa que existe es forzosamente «natural» y parte del plan divino.

Es verdad que muchos de los juicios de Agustín sobre moral guardan una estrecha semejanza con los argumentos estoicos sobre la «naturaleza»[56] y que la popularidad posterior de la sexualidad «natural» puede deberse en parte a la enorme influencia de este autor y a la insistencia con que aparecen en sus escritos frases tales como «el uso natural» o «contra natura». Pero, en última instancia, a Agustín no le preocupaba la «naturaleza» en sí misma, y estas frases más bien reflejan convenciones lingüísticas contemporáneas que sólidos conceptos filosóficos. Después de todo, no era la «naturaleza» la que salvaba a nadie ni daba valor a las acciones de nadie, sino la gracia. La «naturaleza» era el antiguo designio divino; la gracia, el nuevo. Se podría burlar la «naturaleza» –por ejemplo, mediante el celibato voluntario, aun al extremo de quebrantar sus designios y poner fin a la especie humana (De bono conjugali, 10 [PL, 40: 381]) – y eso, sin embargo, todavía armonizaría con la voluntad de Dios, que creó «naturales» todas las cosas.

Para Agustín, el «uso natural» no era aquel ordenado por una «naturaleza» omnipotente, sino el uso «característico», «innato» o «normal». Esto resulta particularmente evidente en el caso de sus objeciones a la conducta homosexual, que estigmatiza específicamente como «incoherente» y «contraria a la costumbre humana», esto es, no característica de la sexualidad humana que le era familiar.[57] Aunque se refiera a ella como «contra natura», no deja duda de que está pensando en las naturalezas humanas individuales de las personas involucradas en tal actividad, que «corrompen y pervierten sus naturalezas» (corrumpendo ac pervertendo naturam suam). No sugiere que tales acciones quebranten una «ley de la naturaleza», sino que afirma explícitamente que es ley divina que «los hombres no han sido hechos para utilizarse unos a otros de esta manera», aunque no cita esa ley. En último término, como resulta evidente a lo largo de su análisis, lo que está en juego es la conformidad. Agustín objeta la conducta en cuestión porque es rara e inhabitual, y admite abiertamente este hecho: «Toda parte que no se adecua al entorno, es errónea».[58]

No es sorprendente que Agustín, que se había criado en el medio rural de África del Norte, donde probablemente la homosexualidad era clandestina y objeto de denigración pública y que a ese medio se retiró, considerara la homosexualidad como algo extravagante y extraño. Llama la atención que, en sus escritos,[59] el tratamiento principal de las relaciones homosexuales por sí mismas aparezca en el contexto de la descripción de su primera residencia en una gran ciudad, donde él mismo se abandonó a los placeres urbanos con un entusiasmo que más tarde habría de lamentar amargamente. Hay un indicio de que se sorprendió ante la gran cantidad de personas involucradas en lo que hasta ese momento él había considerado como una conducta extremadamente rara.[60]

En realidad, era típico de los teólogos oriundos de provincias –como Jerónimo, nacido en la actual Yugoslavia, o Ambrosio, en el sudoeste de Alemania– el descalificar la conducta homosexual con el supuesto infundado de que se trataba de una conducta tan extravagante que apenas requiere comentario, mientras escribían extensamente sobre los abusos de la heterosexualidad. Por el contrario, los teólogos de grandes centros urbanos como Alejandría, Antioquía o Constantinopla, cuya grey estaba expuesta a estilos de vida gays abiertos y tradicionalmente aceptados, tuvieron que elaborar argumentos mucho más complejos si deseaban desalentar la sexualidad gay. Difícilmente pudieron esperar convencer a los cristianos, que diariamente se encontraban con gays desenfadados, de que la homosexualidad iba «contra la naturaleza humana», de modo que tuvieron que apelar a otra «naturaleza» distinta de la humana y citar –selectivamente– animales como demostración del funcionamiento de la «naturaleza» en lo tocante a la sexualidad.

Estas apelaciones pudieron haber tenido fuerza retórica en las declamaciones populares y a menudo fueron citadas por quienes estaban familiarizados por las idealizaciones estoicas o judeoplatónicas de la «naturaleza»; sobrevivieron hasta bien entrada la Edad Media y fueron conscientemente reavivadas por los escolásticos. Pero difícilmente pudieron incorporarse en ninguna filosofía moral cristiana coherente, sobre todo durante los siglos de formación del pensamiento cristiano. En la época de los primeros Padres cristianos, casi todos los zoólogos consideraban homosexuales a ciertos animales,[61] y hasta se pensaba que algunos ejercían atracción homosexual sobre los seres humanos, lo que constituía una curiosa tergiversación de la «bestialidad».[62] Ovidio hace que un personaje lesbiano se lamente de la rareza de sus pasiones en el libro noveno de su Metamorfosis, comparándolas con la «naturaleza» animal:

 

No arden las vacas de amor por las vacas, ni las yeguas por las yeguas;
el carnero es caliente para la oveja, la gama sigue al gamo.
Así también forman pareja las aves, y entre todos los animales
no hay hembra poseída de deseo por una hembra.[63]

 

Pero en el libro siguiente tiene que conceder que los comportamientos de los animales no siempre proporcionan un modelo idóneo a la sexualidad humana:

 

Los otros animales se aparean indiscriminadamente;
no se considera vergonzoso para una novilla
que la monte su padre; su propia hija puede convertirse en pareja de un semental,
el macho cabrío penetra los rebaños que él ha engendrado,
y un ave hembra concibe de aquél de quien ella misma fue concebida.[64]

 

Los gays, por su parte, formularon agudas objeciones a los argumentos contra ellos basados en el comportamiento animal.

 

¿Qué hay de asombroso en que, puesto que los animales han sido condenados por la naturaleza a no recibir de la generosidad de la Providencia ninguno de los dones del intelecto, hayan sido también privados de los deseos gays? Los leones no tienen este amor, porque tampoco son filósofos. Los osos no tienen este amor, porque son ignorantes de la belleza que nace de la amistad. Pero para los seres humanos, la sabiduría unida al conocimiento, tras frecuentes experimentos, ha escogido lo mejor, y ha formado la opinión de que el amor gay es el más estable de los amores.[65]

 

Algunos autores gays tomaron incluso la ofensiva y denigraron la heterosexualidad precisamente por ser tan común entre los animales:

 

Los animales irracionales meramente copulan,[66] pero nosotros, animales racionales,
somos en este aspecto superiores a todos los otros animales:
hemos descubierto el coito homosexual.[67] Los hombres bajo el imperio de las mujeres
no son mejores que los estúpidos animales.[68]

 

Pero incluso en un contexto heterosexual, el pensamiento clásico durante el período augusteo se inclinó más a la censura que al elogio de actos sexuales que imitaban la conducta animal. «Abstengámonos –decía Petronio– de precipitarnos en un impulso ciego, como hacen los animales en celo.»[69] Muchos autores criticaron la filosofía estoica por la falta de lógica de sus apelaciones a la conducta animal.[70] «Es ridículo –observaba Plutarco– citar en un sitio el comportamiento de animales irracionales como ejemplo y en otro sitio desdeñarlo como impertinente.»[71] En su diálogo sobre las dos clases de amor se burla de tales convenciones al atribuir argumentos estoicos al bando gay para demostrar la inmoralidad y la «antinaturalidad» de la heterosexualidad (Moralia, 750c-d). Además, algunos estoicos prominentes tuvieron plena conciencia de la inadecuación del comportamiento animal como modelo para los seres humanos. Séneca, por ejemplo, nunca tuvo un elevado concepto de la virtud animal: «El placer es algo vulgar, insignificante e indigno de respeto, común a estúpidos animales, algo a lo cual se lanzan con codicia los más pequeños y los más despreciables de ellos».[72]

Desde un punto de vista religioso, el hecho de que los dioses, transmutados en formas animales, hayan mantenido relaciones sexuales con seres humanos –y tanto hetero como homosexuales– complicaba la cuestión para los paganos (AP, 1. 15), mientras que para los cristianos y los judíos, la posición del Antiguo Testamento era vaga y contradictoria.[73] El Levítico prohibía la intervención humana en la sexualidad animal (esto es, la hibridación)[74] o el recurso a animales para la consecución de placer sexual (bestialidad, Lev., 18: 23, 19: 19), pero era muy raro que las Escrituras presentaran animales como modelos de sexualidad sana: se comparaba a los adúlteros con caballos (Jer., 5: 8) y a las putas con perros (Deut., 23: 18). Entre judíos y cristianos, el folklore sostenía que muchos animales eran ritualmente «inmundos» debido a sus irregularidades sexuales.[75]

El exponente judío más destacado de la moral «natural», Filón, es buena muestra de estas incoherencias. Aunque condenaba a los homosexuales por no seguir las «leyes de la naturaleza», también execraba de los hombres que se casaban con mujeres estériles precisamente por la semejanza de su conducta con la de los animales: «Aquellos que cortejan a mujeres que han dado muestras de ser estériles con otros maridos no hacen sino montarlas al modo de los cerdos o los machos cabríos, y han de figurar entre los impíos como enemigos de Dios».[76]

Mayores dificultades aún tuvieron los herederos cristianos de la tradición. En Oriente, Clemente luchó inútilmente para explicar cómo la «naturaleza», que, según él mismo proclamaba, dirigía la sexualidad exclusivamente hacia la procreación, podía haber creado animales homosexuales como la hiena y, no sin paradoja, citaba la sexualidad animal ordinaria a la vez como ejemplos positivos y negativos.[77] En Occidente, los teólogos conscientes evitaban toda mención a animales como fuente de orientación moral. En su traducción del Nuevo Testamento, san Jerónimo empleaba el adjetivo «animal» para describir a los seres humanos extraviados de la senda de la salvación,[78] y cuando Agustín invocaba el ejemplo de las aves para justificar la moral sexual cristiana, no lo hacía para inferir que el comportamiento de las aves exhibiera algo acerca de las operaciones o intenciones de la «naturaleza», sino que ejemplificaban individualmente la «naturaleza» del matrimonio.[79] Mal podía exaltar el comportamiento animal a la categoría de ideal quien creía que «en la vida de un animal, todo acto tiende o bien a buscar el placer corporal, o bien a evitar el dolor».[80]

Incluso en el nivel popular de Bernabé, Clemente o el Physiologus, es evidente que el comportamiento animal constituía una justificación adecuada –aunque contradictoria– del prejuicio contra los gays más que su origen. El hecho de que la mayoría de los animales practique el incesto no mueve a Filón ni a Clemente a inferir que el incesto es una de las «finalidades de la naturaleza» en las relaciones sexuales, ni el conocimiento de que las hembras de casi todas las especies de mamíferos permiten que las monten machos durante su período fértil los lleva a aprobar la promiscuidad femenina como «natural». En verdad, su reverencia por la «naturaleza» tal como la ejemplifican los animales estaba tan claramente subordinada a la hostilidad personal contra la homosexualidad, que podían caracterizar la sexualidad gay como «antinatural» a pesar de que la mayoría de ellos creía que varias especies de animales eran homosexuales de manera innata.[81] Fuera o no la «naturaleza» responsable de las inclinaciones homosexuales, lo cierto es que no lo era de las condenaciones cristianas de tales inclinaciones.

Expectativas sexuales especificas del género masculino. La única autoridad patrística que dedicó extensos comentarios a la homosexualidad y cuyas objeciones parecen relacionarse directamente con el sexo de las partes implicadas (más que con la edad, la finalidad procreadora, o las asociaciones paganas, etc.), fue san Juan Crisóstomo, pero su antipatía era tan contradictoria que el impacto que ejerció en la teología posterior fue mínimo.

Crisóstomo sufrió la influencia de la oposición maniquea al placer y de 1a reverencia estoica a la naturaleza, y esto lo condujo a la paradójica posición de condenar el placer sexual («En realidad, todas las pasiones son deshonestas»),[82] y denunciar al mismo tiempo los actos homosexuales por no proporcionar placer: «Los pecados contra la naturaleza [...] son más difíciles y menos gratificantes, a tal punto que ni siquiera puede decirse que proporcionen placer, pues el verdadero placer está en armonía con la naturaleza».[83] Lo mismo que Pablo, suponía que los actos homosexuales inmorales no surgían de la «perversión», sino del exceso del deseo (esto es, no como una sustitución de la satisfacción heterosexual, sino como una adición a ella). Sin embargo, puesto que advierte que muchas personas se sentían inclinadas a limitarse a uno u otro sexo, Crisóstomo se veía en dificultades para explicar por qué algunos caían en esa trampa y otros no. El exceso de deseo, concluía este autor, debe ser resultado del abandono en que Dios tiene a las personas en cuestión debido a algún pecado nefando. ¿Y cuál era este pecado? Exceder el deseo.[84] En una ocasión reconoce la respetable antigüedad de las pasiones gays entre los primeros griegos, a quienes admiraba intensamente, pero en otra obra describe tales pasiones como un «amor nuevo e ilícito, un crimen nuevo e intolerable».[85] En un momento anuncia que «ningún pecado que menciones cualquiera que fuese, puede igualarse a éste [...] No hay nada absolutamente nada, más extraviado y pernicioso que esta maldad» (In Epistolam ad Romanos, homilía 4); sin embargo, en otros dos sitios observó que «hay diez mil pecados iguales a éste o peores aún».[86]

Por debajo de las contradictorias diatribas de Crisóstomo parece haber una única y poderosa hostilidad como responsable de sus sentimientos acerca de los actos homosexuales, un horror profundo por lo que considera como la degradación de la pasividad de un hombre ante otro. «Si los que la padecen [la cursiva es del autor de esta obra] percibieran realmente qué se les hacía, preferirían morir mil veces antes de incurrir en ello [...] Pues yo sostengo que no sólo te conviertes [por eso] en mujer, sino que también dejas de ser hombre; ni te vuelves de esa naturaleza, ni conservas la que tenías (In Epist. ad Rom., 4. 2, 3. en ap. 2).

En Occidente, tanto san Agustín como Lactancio expresaron sentimientos de disgusto semejantes a los de Crisóstomo en relación con un hombre que permitía que se utilizara su cuerpo «como el de una mujer», pues, en palabras de Agustín, «tanta es la superioridad del cuerpo de un hombre respecto del de una mujer como la del alma respecto del cuerpo».[87] Casiano relata con asombro los terribles sufrimientos de un joven monje a quien «consumía el intolerable fuego pasional del deseo de padecer antes que de cometer un acto “antinatural”».[88] En muchos casos, esta revulsión misógina de los varones a hacer cualquier cosa «femenina» tenía poco que ver con la sexualidad: san Cipriano pensaba que era obsceno incluso que un hombre desempeñara papeles femeninos en el escenario (Epístolas, I [PL, 4:211]). El que las angustias de Crisóstomo (y de muchos otros Padres) relativas a los actos homosexuales fueran, mucho antes que resultado de un enfoque sistemático de la moral sexual, respuesta a las violaciones de las expectativas sexuales específicas del género masculino, queda demostrado por la casi total ausencia de comentarios acerca de las relaciones sexuales entre mujeres en las fuentes patrísticas, a pesar de que el lesbianismo era de sobras conocido en el mundo helenístico. Agustín escribió a las monjas que el amor entre ellas debía ser espiritual antes que carnal y que las mujeres casadas y las vírgenes debían abstenerse del «vergonzoso juego de unas con otras» en que incurrían las mujeres «sin preocupación por el recato».[89] Pero, fuera de esto y de uno o dos comentarios más, el silencio de los Padres llama la atención; un enfoque más típico es la opinión que se atribuye a Anastasio en relación con Romanos 1: 26, que deja de lado la posibilidad misma del lesbianismo: «Con toda claridad, [las mujeres] no se montan entre sí, sino que se ofrecen más bien a los hombres».[90]

 

Todas salvo una de estas actitudes que se referían (a veces de un modo no intencional) a actos homosexuales chocaron con poderosas oposiciones en el seno mismo de la comunidad cristiana. Sólo la autoridad de Bernabé quedó inmune, y para muchos teólogos la cuestión perdió todo interés cuando en Occidente se perdió el texto, aunque sus prejuicios sobrevivieron en los escritos científicos populares y en el folklore.

Los otros argumentos solían ser tan controvertidos como la conducta que trataban de disuadir. Por ejemplo, muchos consideraron que la conducta adecuada al género era una preocupación esencialmente impropia de cristianos. Jesús había dado a entender que por lo menos algunos de sus seguidores estaban llamados a ser «eunucos por amor del reino de los cielos» (Mat., 19: 12), y Pablo había afirmado que en Cristo no había «varón ni hembra; pues todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál., 3: 28). A la luz de estos textos, la insistencia de ciertas modalidades de conducta sexual parecen contrarias a la enseñanza cristiana. El influyente «Evangelio Egipcio» cargó el acento una y otra vez en la necesidad de poner término a pautas tradicionales de sexualidad, sobre todo la fertilidad, y afirmaba que el Apocalipsis no ocurriría hasta que «los dos [sexos] se vuelvan uno, y el hombre y la mujer no sean ya macho ni hembra».[91]

También las asociaciones de la homosexualidad con la antigüedad pagana trabajaron en más de una dirección, puesto que muchos cristianos reverenciaban la herencia cultural de Roma y de Grecia y puesto que a menudo los Padres se contradecían flagrantemente entre sí al comentar la tradición clásica. Mientras Clemente, por ejemplo, había escrito que Platón se inspiraba en la Sagrada Escritura para oponerse a las relaciones homosexuales, Teodoreto de Ciro pensaba que Platón consideraba que los gays eran felices en la tierra y bienaventurados en el cielo.

 

«Tampoco [de acuerdo con Platón] hay una ley que relegue a la sombra y a un viaje al mundo subterráneo a aquellos [gays1 ya embarcados en un viaje al cielo; por el contrario, viven vidas radiantes y viajan juntos y felices y toman impulso en la virtud de su amor.» Y concluye exclamando: « ¡Oh, jóvenes, tales recompensas celestiales os concederá el amor de un hombre!». Y no hace estas observaciones en relación con los amantes castos, sino con los desenfrenados, como fácilmente puede colegirse de sus diálogos…[92]

 

Hasta el propio Crisóstomo se sintió desorientado ante la actitud de los griegos en lo concerniente a las relaciones gays y, en siglos posteriores de la Edad Media, la admiración clásica por la homosexualidad se empleó igualmente para quitar mordiente al problema moral.

Los diversos prototipos de teoría de la «ley natural» no sólo se oponían fuertemente entre sí, sino que a veces hasta resultaban contradictorios. La «regla alejandrina» fue rechazada por Crisóstomo y objeto de controversia durante la Alta Edad Media; todavía en el siglo VIII, san Juan Damasceno y sus discípulos colocaron por primera vez el placer sexual entre los fines del matrimonio.[93] Además, muchos cristianos consideraron perfectamente natural la atracción homosexual; aun cuando objetaran la expresión general de los sentimientos gays, ya no lo hacían sobre la base de argumentos derivados del concepto de «naturaleza».

San Basilio escribió a los contemporáneos que seguían un ideal monástico:

 

A menudo sucede con los varones jóvenes que, incluso cuando ejercen un riguroso autocontrol, el brillo de la juventud todavía en flor se convierte en fuente de deseo para quienes los rodean. Por tanto, todo el que sea joven y físicamente hermoso, oculte su atractivo hasta que su apariencia alcance un estado adecuado.[94]

Siéntate en una silla, lejos de tal joven; cuando durmáis, no permitas que tu ropa toque la suya, sino que has de poner un anciano entre vosotros.[95] Cuando te hable o cante delante de ti, baja tú la vista cuando le respondas, de tal modo que no por mirarlo directamente al rostro prenda en ti la semilla del deseo del sembrador enemigo y produzca cosechas de corrupción y de perdición. No te encuentres con él en el interior de la casa ni allí donde nadie pueda ver lo que hacéis, ni para estudiar las profecías de la Sagrada Escritura, ni con ninguna otra finalidad, por necesaria que fuere.[96]

 

Es evidente que Basilio no tenía por «antinatural» la atracción erótica entre varones; daba por sentado que los hombres a los que escribía eran susceptibles de rendirse mutuamente a sus encantos físicos. Puesto que las personas en cuestión seguían un ideal monástico de celibato, les prevenía enérgicamente para que no sucumbieran a esos encantos, pero no dejaba entender para nada que un desliz cualquiera de ese tipo fuera particularmente nefando: al primer pasaje le siguen recomendaciones de que los monjes afirmen y nieguen con la cabeza antes que pronunciar juramentos; al segundo, admoniciones contra la gula, que no es precisamente un contexto que sugiera que se trataba de una cuestión grave.

A pesar de su retórica violencia contra las prácticas homosexuales, es evidente que el propio san Juan Crisóstomo consideraba como perfectamente normal la atracción homosexual, y constantemente yuxtaponía los deseos homosexuales Y los heterosexuales como dos caras de una misma moneda. Por ejemplo, al lamentar los motivos pecaminosos para entrar en el templo del Señor, menciona en términos de la misma probabilidad el deseo de un hombre por ver la belleza de las mujeres o de los efebos que frecuentan los santuarios;[97] y cuando advierte a los padres acerca de la dificultad para contener los deseos sexuales de los adolescentes, pone el acento en la duplicidad del peligro, pues la «bestia» de la codicia puede empujar al joven o bien a ser corrompido por hombres o a corromper mujeres.[98]

Podría objetarse que el impulso general de la primera ética cristiana hubiera proscrito el coito homosexual con independencia de las objeciones particulares que se le dirigieran. Este argumento merece atención. En primer lugar, habría que destacar que, pudieran o no los adversarios primitivos de la sexualidad gay haber deducido del sistema general de la sexualidad la índole pecaminosa de la conducta homosexual, lo cierto es que no lo hicieron. San Agustín, por ejemplo, que determinó las actitudes sexuales del Occidente cristiano más que ningún otro autor, jamás relacionó las actividades homosexuales con las heterosexuales, y es notable la ausencia de análisis de actos homosexuales en los tratados en los que expone su sistema de moral sexual. Incluso cuando apela a los comentarios de Pablo en la Epístola a los Romanos para justificar su censura de las prácticas «antinaturales» del sexo, se refiere al coito heterosexual.[99] Cuando denigra la homosexualidad, lo hace con argumentos absolutamente ajenos a sus teorías generales de la sexualidad.

Lo que tenían realmente en común la ética sexual cristiana y esas escuelas de pensamiento era una matriz social profundamente distinta de la mayoría de las modernas, que ha de tenerse en cuenta para comprender por qué tantos sistemas romanos tardíos de moral sexual podían poner el énfasis o insistir en la finalidad procreadora de las relaciones heterosexuales, sin abrazar ninguna actitud en particular respecto de las homosexuales. En el mundo antiguo, dada la ausencia de todo método químico, mecánico o biológico de control eficaz de la natalidad, todo apareamiento heterosexual completo debía considerarse como la creación potencial de un hijo. Sólo la interrupción del coito, difícil y que los cristianos (probablemente de manera errónea) creían específicamente prohibido en la Biblia, o el aborto, que muchos consideraban un asesinato, podía impedir con seguridad el nacimiento de un hijo. El destino de los hijos abandonados o ilegítimos a menudo era espantoso según cualquier pauta, y muchos cristianos se imponían el deber de adoptar tales expósitos.[100]

Dado el dilema moral a que un simple momento de placer despreocupado podía conducir, es difícil sorprenderse de que los sistemas éticos de las ciudades económicamente deprimidas de finales de la Antigüedad insistieran con vehemencia en el reconocimiento de los aspectos procreadores de la heterosexualidad y en su preocupación por ellos. Los cristianos heterosexuales se enfrentaban a un difícil dilema: o bien correr el riesgo de traer hijos al mundo, con las dificultades que eran de esperar, cada vez que realizaban el coito vaginal, o bien optar conscientemente por impedir la concepción o el nacimiento y adoptar los pasos necesarios para conseguirlo. Así, la Iglesia primitiva reguló el matrimonio cristiano con la doble finalidad de evitar la producción o el abuso de hijos no deseados y de impedir el adulterio o el divorcio, cosas que en el Nuevo Testamento estaban claramente prohibidas. En tales circunstancias, no es en absoluto sorprendente que muchos cristianos se recluyeran en el ascetismo. La exploración de los tipos no vaginales de satisfacción sexual, que habrían podido soslayar el problema, estaba prohibida para muchos, no por prescripciones bíblicas ni por las enseñanzas específicas de la Iglesia primitiva, sino por la incorporación a la teología posterior de bien arraigados tabúes de índole puramente social.[101] El contacto oral-genital, por ejemplo, no estaba prohibido ni en el Viejo Testamento ni en el Nuevo, pero era objeto de un difundido rechazo de ciertos elementos de la sociedad griega y romana precristiana, que lo consideraban degradante,[102] prejuicio que conservaron acríticamente teólogos griegos y romanos, aunque se podía mostrar que precedía al cristianismo Y que no tenía nada que ver con los conceptos de «moral natural» y de finalidad creadora. (Para los romanos era pura y simplemente una cuestión de gusto y de estética.) Este y otros tabúes sexuales de origen social o clasista ejercieron una Profunda influencia, no obstante lo cual no se puede atribuir exclusivamente a ellos el triunfo final de la «regla alejandrina»; por el contrario, es indudable que el éxito de esta última, por lo menos en el nivel popular, se debió hasta cierto punto a la existencia en muchas áreas de un virulento prejuicio contra actos específicos que, por sobreañadidura, no eran procreadores.

Ninguna de estas circunstancias se aplicó a los gays, quienes no tenían que adoptar medidas para impedir la concepción, ni vérselas con embarazos no deseados. Hasta los críticos más hostiles de la conducta homosexual admitieron que ésta no hacía daño a nadie, salvo a los participantes, y que si los gays no compartían los sentimientos de algunos miembros de su sociedad acerca del carácter intrínsecamente repulsivo y degradante de tales actos, probablemente no tuvieran ningún tipo de problema moral.

Sin embargo, con excesiva frecuencia se pasa por alto que así como hubo una tradición pagana ascética y antierótica, también hubo una tradición cristiana de actitudes tolerantes y positivas respecto del amor y del erotismo, representada por figuras tales como Ausonio, Sidonio Apolinar, san Juan Damasceno, Marbod de Rennes, san Aelredo de Rievaulx, etc. Para el historiador, lo mismo que para el teólogo moral, es casi irresistible la tentación de coger a los Padres de la Iglesia y las doctrinas que terminaron por conquistar aceptación universal y por constituir la ortodoxia, y tenerlas como decisivas en el desarrollo de las actitudes cristianas sobre puntos particulares. Puesto que las doctrinas de la Iglesia católica moderna se remontan, en una ininterrumpida cadena, hasta opiniones específicas de los primeros Padres, el historiador tiende a aceptar la idea de que una opinión particular triunfó porque la abrazó tal o cual pensador, prescindiendo del hecho de que muchos teólogos igualmente prominentes, algunos de los cuales la Iglesia consideró merecedores de la santidad, pudieran haber sostenido puntos de vista contrarios o de que la autoridad en cuestión haya sostenido otros criterios sobre el mismo tema, pero que no fueron incorporados al dogma. Muchas veces, las enseñanzas que hoy son capitales para la doctrina católica no fueron otra cosa que observaciones incidentales de quienes las enunciaron por primera vez, mientras que, a la inversa, opiniones que para los Padres eran decisivas, fueron luego borradas como fuentes de problemas. Para algunos de los adversarios cristianos modernos de la conducta homosexual podría resultar desconcertante el que ninguna de las principales objeciones patrísticas a dicha conducta se apoye en las enseñanzas de Jesús o de los Apóstoles ni fuera una consecuencia lógica de ellas, sino que las primeras objeciones, y las que más influencia ejercieron, se basaran en concepciones fundamentalmente equivocadas de la historia natural y de las Escrituras cristianas; es posible que los canonistas puedan pasar por alto la ingenuidad de la confianza de Clemente en la historia animal de Bernabé y concentrarse en las opiniones de este autor que aún son aceptadas en el seno de la comunidad católica; pero el historiador no puede testificar al hacerlo. No hay ninguna razón para creer que fue su referencia a la incipiente «regla alejandrina» lo que influyó en los discípulos de Clemente, y no sus invocaciones de la Epístola de Bernabé.

En realidad, no hay prácticamente razón para suponer que las objeciones específicas de teólogos influyentes desempeñaran un papel de decisiva importancia en el desarrollo de sentimientos antihomosexuales en la sociedad cristiana. El hecho de que una opinión se sostuviera o se enseñara en determinado sector no es prueba de que se creyera en ella de modo general: es muy poco probable que Clemente de Alejandría y san Juan Crisóstomo insistieran con tanta vehemencia en la pecaminosidad de los actos homosexuales porque ésa fuera la opinión mayoritaria en su día; más convincente sería la inferencia inversa. Es probable que la actitud de Ausonio constituya una muestra más adecuada de los sentimientos cristianos generales de la época: la indiferencia y el candor con que este autor alude al tema sugieren que no sentía ninguna necesidad de defender sus opiniones.

Además, es preciso tener cuidado de no confundir entre la hostilidad en particular al erotismo en el marco del mismo y la hostilidad al erotismo en general. Agustín, Jerónimo, Orígenes y muchos otros destacados teólogos primitivos (junto con muchos filósofos paganos), rechazaron explícitamente el erotismo como experiencia humana positiva,[103] e insistieron en que, en una vida moral, la sexualidad debería separarse del placer y unirse tan sólo a la función de procreación. «O bien nos casamos para tener hijos, o bien, rehusando el casamiento, vivimos en continencia por el resto de nuestra vida» (Justino Mártir, 1 Apología, 29). El manual más popular de doctrina moral de la Edad Media citaba tanto a Pitágoras como a san Jerónimo para insistir en que «un hombre que ama demasiado a su esposa es un adúltero. Cualquier amor por la esposa de otro o el amor excesivo por la propia, son vergonzosos. El hombre honrado debería amar a su esposa con el entendimiento, no con los afectos».[104] El placer, incluso en un acto que tenga por finalidad la procreación, era pecaminoso según la opinión de muchos miembros de la Iglesia primitiva.

Semejante filosofía, en que las relaciones humanas se justifican únicamente por su función, podría denigrar la homosexualidad, pero no necesariamente. En muchos momentos de la historia cristiana, incluso los ascetas valoraron los sentimientos homosexuales como camino hacia el tipo de amor que Jesús profesaba por sus discípulos, y la amplia mayoría de los ascetas cristianos vieron en la heterosexualidad el mayor peligro para el alma. «No hay nada –escribió Agustín– que degrade más el espíritu del varón que la atracción de las hembras y el contacto con sus cuerpos.»[105]

Es fundamental recordar que, si bien tales autoridades condenaban explícitamente la homosexualidad, también rechazaban rotundamente la mayor parte de la experiencia erótica humana. El extremado ascetismo de Agustín y de otros no sólo rechazó el amor erótico entre marido y mujer –base del matrimonio cristiano moderno–, sino que también condenó la mayor parte de los actos sexuales de las parejas casadas (a saber, todo acto que no se lleve a cabo con intención procreadora). Y lo hicieron con plena conciencia. Agustín admitía que las personas no casadas de su conocimiento mantuvieran relación sexual a condición de que fuera exclusivamente con vistas a la procreación (De bono conjugali, 13 [15] [PL, 40:384]); más aún, insistía en que la procreación era el único uso verdaderamente moral de la sexualidad. (Samo Tomás de Aquino ni siquiera consideraba que «el supremo bien del patrimonio» fuera la procreación, sino «la legitimidad de la descendencia».)[106]

Pero esta posición no mantuvo en absoluto de una manera uniforme su supremacía. Salvo en disputas teológicas, en términos generales fue ignorada por la sociedad cristiana, la que, en muchos aspectos, incluso la rechazó abiertamente. Sin embargo, la inferencia selectiva a este respecto ha permitido a los historiadores –y a los cristianos– pasar por alto su significado en relación con los gays. Por ejemplo, habrá quienes piensen que la tolerancia abierta o incluso la aprobación de la sexualidad gay por parte de los cristianos, que se describe en diversos pasajes de este estudio, deben representar una declinación en la moral cristiana antes que un cambio. Pero probablemente esas mismas personas no sostendrían que la aceptación del amor erótico heterosexual entre marido y mujer represente una declinación de la moral cristiana, aunque con el mismo criterio también representa una declinación, en el sentido en que relaja la posición más rígida de ciertos Padres de la Iglesia.

Si, por otro lado, se extrae la conclusión de que los sentimientos antieróticos y las doctrinas de los más extremistas de los Padres eran un exceso más que un punto básico de la ética cristiana, y que la ortodoxia cristiana no necesariamente consistió siempre en la rígida adhesión a un enfoque completamente funcional, también habría entonces que abandonar la conclusión doctrinaria de que la aceptación de la homosexualidad representó una declinación de la moral cristiana simplemente porque se apartaba de aquella posición. Es menester comenzar a examinar si la tolerancia ante la sexualidad gay acompañó en realidad la decadencia moral en el seno de la comunidad cristiana y se asoció al abandono de la ética cristiana en general, o si no es otra cosa que un aspecto de la flexibilización de un funcionalismo extremo en la ética sexual cristiana, tal vez en un contexto de consciente reforma cristiana.

Además, es importante no perder de vista en este contexto que los mismos Padres de la Iglesia –una verdadera minoría, aunque de voz poderosa– que censuraron la conducta homosexual, también censuraron, y no con menor severidad, otras conductas que hoy las comunidades cristianas aceptan universalmente. El préstamo a interés, las relaciones sexuales durante el período menstrual, la joyería o las telas teñidas, el afeitarse, el baño regular, el uso de pelucas, el servicio en el gobierno civil o en el ejército, la realización de trabajos manuales en días de fiesta, la ingestión de alimentos kosher, la práctica de la circuncisión: todo eso era condenado en términos absolutos por los diversos Padres de la Iglesia, los mismos que condenaron la conducta homosexual y muchas otras actividades, debido al prejuicio personal, a la mala información o a una interpretación extremadamente literal de la Biblia. Ninguna de estas prácticas es hoy objeto de controversia en el seno de la comunidad cristiana, y parece ilógico afirmar que la oposición de unos pocos teóricos cristianos con influencia sea la explicación de que, entre centenares de prácticas proscritas, la homosexualidad haya sido la única sobre la que recayera un estigma tan poderoso y permanente en la cultura occidental. No cabe ninguna duda de que es menester un análisis más preciso.

 

 

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[1] Aquí, el griego παιδόφθορος debía referirse en realidad al abuso de menores en general, prescindiendo del sexo de la criatura, pero, puesto que los autores posteriores, influidos por Bernabé, entendieron el término manifiestamente en el sentido de abuso de varones jóvenes por hombres, he traducido la palabra como «abusador de muchachitos». Es posible que las supuestas proclividades anales de la liebre sugieran con más fuerza las relaciones homosexuales que cualquier otro tipo de conducta sexual. Muchas autoridades patrísticas confundieron la pederastia con la homosexualidad, pero incluso teniendo en cuenta esta frecuente confusión, la asociación que se da aquí entre el abusador de muchachitos y un animal que posee muchos anos es una metátesis extremadamente ilógica de ideas: el objeto de atención debería ser el ano del muchacho, no el del abusador.

[2] Nadie ha rastreado el origen de esta noción, pero es probable que derive de la observación de Aristóteles según la cual las liebres orinan por detrás (Historia animalium, 6. 33), idea que se repite en Aristófanes de Bizancio: véase Excerptorum Constantini De natura animalium libri duo: Aristophanis Historias animalium epitome, subjunctis Aeliani Timothei aliorum eclogis, ed. Spyridon Lambros, en Supplementum Aristotelicum, 1. 1. 409, Berlín, 1885, pp. 116. Plinio se la atribuye a Arquelao, pero él mismo sostiene su veracidad: Archelaus auctor est quot sint corporis cavernae ad excrementa lepori totidem annos esse aetatis: varius certe numeros reperitur, Historia Natural, 8, 81. 218. En los Jeroglíficos de Horapolo, el dedicado a la liebre es mentado como representación de una «abertura», pero no se hace ninguna alusión sexual: véase The Hieroglyphics of Horapollo Nilous, ed. y trad. de Alexander T. Cory, Londres, 1840, p. 48. Por ahora es imposible determinar qué hay de original en la obra de Horapolo y qué es mera interpolación de su traductor cristiano, Felipe, que probablemente conocía muy bien la Epístola de Bernabé.

[3] En la hiena, los genitales masculinos y los femeninos presentan una curiosa semejanza: para una interpretación biológica moderna, véase Wilson, p. 229: cf. los comentarios de A. L. Peck a On the Generation of Animals, edición de LC, Cambridge, Mass., 1960, pp. 565-566.

[4] Aristóteles rechaza específicamente esta noción, que había supuesto Anaxágoras y que ya era común en su época; sugirió que eso sucedía porque la comadreja hembra llevaba sus hijos en la boca (no en el vientre) y preguntaba: «¿Cómo se abriría paso el embrión desde el útero hasta la boca?» (De la generación de los animales, 3. 6). Aristófanes siguió a Aristóteles en el rechazo del parto oral, pero sostenía que las comadrejas (como las palomas), tenían coito oral: Ου γάρ οχεύει, αλλά τιθασεύει ως η περιστερά (Excerptorum, p. 110). De muchas aves pensaban los antiguos que se apareaban sexualmente por vía oral: por ej., Aristóteles, De la generación de los animales, 3. 6.

[5] En el Levítico no se menciona específicamente a la hiena. En Deut., 14: 8, el término empleado en la ed. LXX para expresar la prohibición de comer cerdo [υς, en el acusativo υνς], se parece a la palabra que significa «hiena» [«ύαινα»] y ambas están etimológicamente relacionadas. Tanto el énfasis del Deuteronomio sobre la impureza de la duplicidad (animales de pata hendida) y la clasificación del υς como βδέλυγμα (que es como se llama en el Levítico a los actos homosexuales), puede haber contribuido a la fusión del conocimiento animal popular con la ley mosaica. En el Physiologus (véase infra), que puede haber tomado de Bernabé su análisis de la hiena, se emplea la palabra αλλάσσειν para significar «cambio» de sexo. Esto podría ser un eco de Sab., 14: 26 (γενέσεως εναλλαγή) y sugeriría otra fuente de confluencia bíblico-científica de las distintas versiones relativas a la hiena.

[6] «Si fijáis la atención este año en una hiena macho, el año próximo veréis que la misma criatura es una hembra; inversamente, si veis una hembra, el año próximo veréis un macho. Comparten los atributos de ambos sexos y son tanto marido como mujer, pues cambian de sexo cada año», Eliano, De las características de los animales, 1. 25, trad. ing. A. F. Scholfield, Cambridge, Mass., 1958-1959.

[7] Plinio (8. 81.218) cita a Arquelao como autor de la afirmación según la cual los conejos son hermafroditas y conciben mientras están preñados («superfetación»). Eliano (De los animales, 13. 12) relata que la liebre macho lleva los hijos en su seno y «comparte ambos sexos».

[8] No hay indicación suficiente acerca de los límites de edad de la «niñez». Cotelerio cita la definición de Joannes Monachus de παιδοφθορία como la corrupción de un niño menor de doce años: Τό κόρην παρθένον νενιν πρό της ήβης, ή γουν πρό των δώδεκα χρόνων διαφθαρηναι (PG, I: 999, n. 15).

[9] En el Didache (2. 2), por ej., aparece en su forma original: Δευτέρα δέ εντολή της διδαχης· ου θονεύσεις· ου μοιχεύσεις· ου παιδοφθορήσεις. Mucho más discutida, y demasiado complicada como para tratar aquí, es la relación entre el Didakhe, conocido también como La. enseñanza de los doce apóstoles, y la Epístola de Bernabé. Los lectores que deseen hacerse su propia opinión pueden consultar las traducciones de ambas obras, publicadas en vol. I de la serie de los Padres de la Iglesia. (Es casi seguro que el aspecto prescriptivo de las Constituciones Apostólicas también deriva del Didakhe.) Las traducciones más antiguas (por ej., la de Kirsopp Lake, en la edición LC de Apostolic Fathers, Cambridge, Mass., 1912), vierten a menudo de manera incorrecta ου παιδοφθορήσεις; en «no cometeréis sodomía», pero los investigadores más recientes (por ej., C. Richardson en la edición de 1953 de la Library of Christian Classics, Filadelfia) se ciñeron más fielmente al sentido original y tradujeron estas palabras como «no corromperás muchachos» (Early Christian Fathers, 1: 172). Véase también el concilio de Elvira de 305, que condenó a los stupratores puerorum.

[10] Constituciones Apostólicas, 7. 2 (PG 1: 1000): Ου παιδοφθορήσεις· παρά φύσιν γάρ τό κακόν εκ Σοδόμων φυέν, ήτις πυρός θελάτου παρανάλωμα γέγονεν.

[11] Ésta y todas las citas del Paedagogus están tomadas de la traducción incluida en el Apéndice II.

[12] El Comentario sobre el Hexamerón, que tradicionalmente se atribuye a Eustaquio, por ej., extrae directamente de Clemente su material sobre la hiena, y llega a las mismas conclusiones morales acerca de la «falta de naturalidad» de su comportamiento: Εν αλλήλοις τήν παρά φύσιν μίξιν εργάξονται, PG, 18: 744, aunque de modo sorprendente, el autor también parece inspirarse en Aquiles Tacio (véase Friedrich Zoepfl, Der Kommentar des Pseudo-Eustathios zum Hexaëmeron [sic], en Alttestamentliche Abhandlungen, ed. Alfons Schuiz, Münster, 1927, 10: 48). Es casi seguro que la obra, redactada a finales del siglo IV o principios del V, no era de Eustaquio.

[13] Esta traducción parece hacer sido bastante libre: cf. las versiones griega y latina de la prohibición de comer comadreja en la versión de Bernabé de LC. Sólo ha llegado a nosotros un texto completo.

[14] Obsérvese que el médico del siglo XV, Celio Aureliano, llama «espejos de la naturaleza» a los animales y sostiene que no se conoce homosexualidad entre ellos (Tardarum passionum, 4. 9, ed. Drabkin, pp. 904-905).

[15] Novaciano, De cibis Judaicis, PL, 3: 957-958): In animalibus, per legem quasi quoddam humanae vitae speculum constitutum est… Quid enim vult sibi lex cum dicit… leporem non manducabis? Accusat deformatos in feminam viros. Una gran discusión rodea a la cuestión de cuál es la lectura correcta de deformatos, pero eso no viene aquí a cuento. Cf. Tertuliano sobre la hiena: Depallio, 3. 2, PL, 2: 1091.

[16] E. P. Evans opina que «tal vez no haya habido ningún libro, excepto la Biblia, que tuviera tan amplia difusión entre tantos pueblos diferentes y a lo largo de tanto siglos» (citado en T. H. White, The Bestiary: A Book of Beasts, Nueva York, 1954, p. 232). Se conocen muchos centenares de manuscritos en latín y en lenguas romance, germánicas y semíticas.

[17] La literatura del Physiologus es muy vasta, pero aún quedan sin resolver muchos problemas decisivos respecto a él, como, por ejemplo, el de sus orígenes. El estudio más reciente, Nikolas Henkel, Studien zum Physiologus im Mittelalter, Tubinga, 1976, proporciona un breve resumen de las complejidades implícitas en los textos griego y latino, así como una revisión de las obras en lenguas romances y germánicas que derivan de aquéllas, pero hay estudios anteriores más rigurosos y detallados: por ejemplo, el de Friedrich Lauchert, Geschichte des Physiologus, Estrasburgo, 1889, pp. 229-279. El más útil es el texto griego de Lauchert, puesto que la edición de Francesco Sbordone, Milán, 1936, mucho mejor, y que es la que yo he utilizado, no se encuentra en las bibliotecas norteamericanas. No hay edición crítica.

[18] Una de las diversas versiones árabes ha sido parcialmente editada por J. Land en Anecdota Syriaca, Leiden, 1875, vol. 4; para una versión islandesa, véase la de Halldor Hermannson, Ithaca, N. Y., 1938.

[19] La aplicación de los pasajes de Jeremías y Rom., 1: 26-27 a la conducta de la hiena parece derivar de Clemente; en cambio, no se encuentra tal aplicación en Bernabé, y en los tratamientos posteriores del material es demasiado rara como para justificar el supuesto de que no eran asociaciones evidentes. En realidad, no es inconcebible que Clemente pueda ser autor de una versión griega del Physiologus.

[20] En la tradición latina se agregaba a menudo que si la cría nacía por el oído derecho, era masculina; si nacía por el izquierdo, femenina (Si autem per aurem dexteram contigerit ut generit, masculus erit; si vero per sinistram, femina, «Physiologus Latinus versio Y», ed. Francis Carmody, University of California Publications in Classical Philology, 12, núm. 7, 1941, p. 127.

[21] Αρρενόθηλυ. Los lectores griegos posteriores pueden haber asociado esta palabra a la paulina αρσενοκοιται.

[22] En la edición LXX, ese pasaje tiene lugar en Jeremías, 12: 9: Μή σπήλαιονυαίνης η κληρονομία μον εμοί. La Vulgata traduce más precisamente el hebreo como una referencia al tipo de aves de rapiña, pero la Vetus Latina debe ser seguida por la LXX: al menos una tradición latina incluye este pasaje: Hieremias dixit: Numquid spelunca beluae hereditas mea mihi (Carmody, p. 129).

[23] Sbordone, pp. 76-77, 85-86. Cf. Lauchert, pp. 253-254, 256, caps. 21, 24. (Los encabezamientos de los capítulos del Physiologus varían de modo extravagante de una edición a otra y no prestan gran ayuda para controlar las citas.)

[24] Y posiblemente hacia el conejo: uno se pregunta si el obsceno juego de palabras que sugiere el término del latín hispánico para conejo (cuniculus) fue un mero accidente etimológico.

[25] Enodio, Epigrammata, 52, PL, 63: 344: Vir facie, mulier gestu, sed crure quod ambo, / Jurgia naturae nullo descrimine solvens, / Es lepus, et tanti conculcas colla leonis. (Los epigramas 51-55 se refieren todos al mismo tema.) Este epigrama tuvo cierta influencia sobre los tratados morales de la Alta Edad Media: véase cap. Cambio intelectual, infra.

[26] De contemptu mundi, en The Anglo-Latin Satirical Poets and Epigrammatists, ed. a cargo de Thomas Wright, Londres, 1872, 2: 80 T: Mas maris immemor, o furor! o tremor! est ut hyaena.

[27] La misma o mayor influencia en las actitudes populares pueden haber ejercido las ilustraciones. En el Physiologus ilustrado de Esmirna, del siglo XI o del XII (véase Josef Strzygowski, Der Bilderkreis des griechischen Physiologus, Leipzig, 1899), la ilustración para la hiena es la representación de Lot saludando a los visitantes angelicales a Sodoma (il. 13; el manuscrito fue destruido a comienzos del siglo XII, y todo lo que queda de él son las planchas de Strzygowski). Algunos manuscritos occidentales representan dos hienas –dos machos, presumiblemente– abrazándose (véase ils. 9 y 12 en este texto); otras mostraban a la hiena devorando cadáveres, lo que no es, sin duda, una imagen halagüeña (il.10).

[28] Timoteo de Gaza, De animalibus, 4. 1; 18. 2; 39. 1, ed. M. Haupt («Excerpta ex Timothei Gazaei libris De animalibus», Hermes, 3, 1869, pp. 1-30.

[29] Horapolo, 36, 69, 70-72.

[30] Hacia el siglo IX, las leyendas acerca del cambio de sexo de la hiena ya eran ampliamente conocidas en el mundo árabe: véase «‘Amr ibn Bahr al-Jahaiz, Kitab al-Hayawan, El Cairo, 1945-1947, 7: 168-169; véase también 5: 117, 484; 6: 46, 450.

[31] Filón, cuyos escritos influyeron en muchos de los primeros autores cristianos, parece haber fusionado conscientemente los conceptos de pederastia y de relaciones homosexuales. Está claro que entendió que παιδεραστειν se refería a las relaciones entre personas de edad diferente, puesto que observa que en tales casos se trata de un amor de ανδρων άρρεσιν ηλικία μόνον διαφέρουσι (De Vita contemplativa, 59; y 52: Μειρακία πρωτογένεια… αθύρματα πρό μικρου παιδεραστων γεγονότες), y se queja de las consecuencias que a la juventud de un muchacho acarrea el tener un amante (60 ss). Pero en pasajes tales como el De Abrahamo, 135-138, el De specialibus legibus, 3. 37-42, etc., no se realiza jamás distinción alguna sobre la base de la edad, y emplea de modo intercambiable términos como ανδρόγυνοι, παιδικία, παιδεραστειν, άνδρες όντες άρρεσιν επιβαίνοντες, etc.

[32] ’Εκτιθέναι καί τά γεννώμενα, πονηρων εναι δεδιδάγμεθα· πρωτον μέν, ότι τούς πάντας σχεδόν ορωμεν επί πορνεία προάγοντας ου μόνον τάς κόρας, αλλά καί τούς άρσενας, 1 Apología, 27 (PG, 6: 369).

[33] Apología, 9, (PL, 1: 325-326); cf. Ad nationes, 1. 16 (PL, 1: 653-654).

[34] Paedagogus 3. 3 (PG, 8: 585). Nótese que Clemente, quien consideraba inútil atacar el comercio de esclavos en sí, sugiere que los cristianos deberían evitar la sexualidad casual a fin de impedir tales uniones incestuosas.

[35] Historia eclesiástica, 2. 1. Gregorio encontraba tan hermosos a los muchachos ingleses, que calificaba de «angélico» su aspecto (juego de palabras con el latín anglicus) y opinaba que ese encanto merecía la recompensa del cielo. En el anónimo Vita antiquissima, de Whitby, los ingleses son hombres adultos que visitan voluntariamente Roma (cap. 9), pero, al margen de la autenticidad del relato, es significativo que Beda aceptara la posibilidad de que, sólo un siglo antes que él, se vendieran en Roma muchachos ingleses como esclavos.

[36] Θεω δέ τω αγενήτω καί απαθει εαυτούς ανεθήκαμεν, όν ούτε επ’ ’ Αντιόην καί τάς άλλας ομοίως, ουδε επί Γανυμ ηδην δι οιστρον εληλυθέναι πειθόμεθα, 1 Apología, 25 (PG, 6: 365) y 1. 29, y 2 Apología, 12. 5. Véase también Crisóstomo, In Epistolam ad Titum, 5. 4. y Arnobio, Adversus gentes, 4. 26, 5. 6-7. Vale la pena observar que Arnobio es asombrosamente ignorante de la verdadera tradición clásica.

[37] Minucio Félix, 28, PL, 3: 344-345.

[38] Clemente de Alejandría, Paedagogus, 2.10 (PG, 8: 500 ss.). Clemente la llama λίχνος πορνος, πυγη αγαλλόμενος y recomienda que se excluya de la ciudad a quien la practique.

[39] La única aparición de «naturaleza» en sentido aristotélico que se encuentra en los textos paulinos es prueba casi segura de que el autor no extrajo de lo «antinatural» las mismas inferencias morales que tan a menudo extrajeron judíos y griegos contemporáneos: véase supra, p. 136.

[40] 2 Pedro, 2: 12: «Mas estos otros que, por el contrario, como brutos animales, nacidos para el lazo y la matanza, blasfeman contra lo que no comprenden, perecerán en su propia corrupción» (KJV). El término «natural» tiene más fuerza en griego (Ουτοι δέ, ως άλογα ξωα γεγεννημένα φυσικά) y es más genérico en la versión latina que se conocía en la Edad Media (Hi vero velut irrationabilia pecora naturaliter in captionem et in perniciem… peribunt); Judas, 10: «y no importa que conozcan conforme a la naturaleza, como brutos animales, pues en ello se corrompen». Eso parece más genérico en griego (»Οσα δέ φυσικως τά άλογα ξωα επίστανται, εν τούτοις φθείρονται; cf. el latín: Quaecumque autem naturaliter tamquam muta animalia norunt, in his corrumpuntur. Es evidente que estas secciones de Pedro y de Judas están relacionadas, y la mayoría de las autoridades piensan que 2 Pedro depende de Judas.

[41] Pero obsérvese la actitud del estoicismo respecto de la homosexualidad, que se analiza supra, cap. Cristianos y cambio social.

[42] Mencionado por Jerónimo, De viris illustribus, 12 (PL, 23: 629) como «leído por muchos». Séneca y san Pablo vivieron en Roma al mismo tiempo; no fue imposible el contacto entre ellos, aunque los esfuerzos para demostrar tal conexión no han logrado aceptación, y las ocho cartas a las que alude Jerónimo han sido universalmente descartadas como espurias por los investigadores modernos.

[43] Τό δέ μή εις παίδων γονήν συνιέναι ενυβρίζειν εστι τη φύσει, Paedagogus, 2. 10 (PG, 8: 512). Hay un juego de palabras intraducible en este enunciado, obvio para grecoparlante, que mitiga considerablemente su aparente sentido absoluto. En griego, Υβρίξειν es equivalente al latín stuprare, y uno de sus significados es «tener relaciones sexuales ilícitamente». En este sentido, el juicio es tautológico, y su fuerza es descriptiva más que prescriptiva. Para los contemporáneos probablemente sugería mucho antes hedonismo («fornicar con la naturaleza») que violación del orden universal. El Paedagogus está lleno de ambigüedades de lenguaje que inciden directamente en el alcance moral del texto; desgraciadamente, la mayoría son intraducibles.

[44] PG, 1: 992. Es probable que «ambos caminos» antecedan al cristianismo como marco de referencia de la enseñanza moral. Sus orígenes y transmisión en diversas obras didácticas cristianas (por ej., Bernabé y el Didakhē) son objeto de disputa. Sin embargo, «naturaleza» sólo aparece en versiones relativamente tardías.

[45] De bono conjugali, 25, (PL, 40: 395).

[46] Los comentarios de Filón sobre la homosexualidad se hallan en De specialibus legibus, 3. 7. 37-42; De Abrahamo, 26. 133-137; De vita contemplativa, 6. 48-53, 7. 59-64; Del Génesis, 4.38.

[47] Para la ética sexual de Filón, véase esp. De specialibus legibus, 3; véase también Wolfson, op. cit. en cap. Las escrituras, n. 61, supra. La tradición judeo-platónica no fue la única ética sexual judía; algunos están representados en el AT y otros en los escritos talmúdicos y en otros posteriores. La actitud respecto de la sexualidad de escritos tales como el Cantar de los Cantares parece acusadamente hedonista, aunque muchas escuelas posteriores de pensamiento –tanto judías como cristianas– han realizado grandes esfuerzos para sostener y justificar lo contrario.

[48] Mateo, 5: 31-32, 19: 3-9 (Marcos, 10: 2-12). No se sugiere excepción para la esterilidad, lo cual colocaba rotundamente a los cristianos en oposición al enfoque de Filón.

[49] Tampoco ninguna enseñanza judía posterior puso restricciones a las prácticas sexuales matrimoniales: por ej., Maimónides permitía específicamente todo empleo sexual de una mujer por su marido, aunque desalentaba las no procreadoras (Código, 5. 21. 9). Para la prostitución en el AT, véase supra, cap. Las escrituras; en el NT., véase 1 Cor., 6: 15-20.

[50] «Apañad las prostitutas de los asuntos humanos y profanaréis todo con lujuria» (Aufer meretrices de rebus humanis, turbaveris omnia libidinibus. De ordine, 11. 4. 12 [PL, 32: 1000]).

[51] De bono conjugali, 11. Difícilmente Pablo hubiera aprobado estas recomendaciones.

[52] ‘Ο γάρ εν τούτοις τη θύσει ακολυοθων κατηγορει εαυτου, ότι ουπω τελείως απέστη της φύσεως, αλλ‘έτι υπό σαρκός διοικειται, Sermo, 2. 235E (PG, 31: 885). Pero cf. Homilia in hexaemeron, 9. 6, (PG, 29: 204).

[53] Sin embargo, la frase puede haber tenido fuerza moral por sí misma: por ej., Marcial, 9. 41 (ipsam credi tibi naturam dicere rerum).

[54] Por ej., para lo primero véase Plutarco, De sollertia animalium, 964E; para lo último, Aristóteles, Ética a Eudemo, 7. 10. 17.

[55] Non enim dat natura virtutem; ars est bonum fieri», Epístolas, 90: 45. Obsérvese también 123: 16: Nemo est casu bonus. Discenda virtus est.

[56] Por ej., De bono conjugali, 16. 18 (PL, 40: 385): «Lo que es la comida para la salud de un hombre, eso es el sexo para la salud de la raza, y no lo es sin cierto placer carnal. Pero si éste es moderado y está orientado por la temperancia sólo a su uso natural, no se lo puede llamar lujuria». Más tarde, Agustín repudió este juicio (Retractiones, 22. 2); cf. Contra Julianum, 4. 14. 67 (PL, 44: 771) y el análisis en Noonan, pp. 127-131.

[57] Confesiones, 3. 8 (PL, 32: 689-690): Itaque flagitia quae sunt contra naturam, ubique ac semper detestanda atque punienda sunt, qualia Sodomitarum fuerunt. Quae si omnes gentes facerent, eodem criminis reatu divina lege tenerentur, quae non sic fecit homines ut se illo uterentur modo. Violatur quippe ipsa societas quae cum Deo nobis debet, cum eadem natura, cujus ille auctor est, libidinis perversitate polluitur. Quae autem contra mores hominum sunt flagitia, pro morum diversitate vitanda sunt… Que la «naturaleza» específica de las personas individuales sea la «naturaleza» mancillada por el «deseo» antes que la «naturaleza» en abstracto, es algo que se desprende con claridad tanto de los análisis lógicos como de las referencias posteriores; si así no fuera, la relación (societas) entre Dios y el hombre estaría siempre y en todo sitio en permanente ruptura, puesto que, tal como el propio Agustín admite, vivir sin deseo carnal es imposible incluso para el casado.

[58] Varias décadas después, en su Ciudad de Dios (16. 8), Agustín adoptó una actitud mucho más humilde y menos conformista, al abrazar la opinión según la cual «aquel que no pueda ver el todo puede sentirse ofendido por la deformidad de una parte, por no saber a qué se conforma o cómo se adapta a ello» (qui totum inspicere non potest, tanquam deformitate partis offenditur quoniam cui congruat, et quo referatur, ignorat, PL, 41: 486). Puesto que en La ciudad de Dios son muy escasos los comentarios sobre la homosexualidad, no hay modo de saber si esto constituye una retractación de la posición de Confesiones.

[59] Esto, en Confesiones. La mayor parte de los comentarios de Agustín sobre el tema son extremadamente breves, por ej., Contra mendacium, 17. 34 (PL 40: 542); Ciudad de Dios, 16. 30.

[60] Quae si omnes gentes facerent, eodem, o bien podría significar que alguien había sostenido ante Agustín que no se trataba de algo tan raro como él se imaginaba, o bien que él mismo se vio sorprendido al comprobar la enorme cantidad de personas involucradas.

[61] Además de los agregados ya citados, véase Eliano, Varia historia, 1. 15, donde se informa de la actividad lésbica entre palomas: Καί αι Οήλειαι αλλήλας αναβαίνουσιν, όταν της πρός άρρενα μίξεως ατ ωχήσωσι.

[62] Eliano, De las características de los animales, 12. 37; cf. Plutarco, De sollertia animalium (Moralia, 972 d-f). Esto también ha de haber formado parte del saber popular: véase los asombrosos graffiti que se reproducen en «Graffiti in the Athenian Agora», en Excavations of the Athenian Agora, Picture Book, 14, núm. 30, Princeton, N. J., 1974.

[63] Nec vaccam vaccae, nec equas amor urit equarum:
Urit oves aries, sequitur sua femina cervum.
Sic et aves coeunt, interque animalia cuneta.
Femina femineo conrepta cupidine nulla est. [731-734].
Cf. 758-759: At non vult natura, potentior omnibus istis [esto es, humanos] / Quae mihi soa nocet.

[64] … Coeunt animalia nullo
Cetera dilectu, nec habetur turpe iuvencae
Ferre patrem tergo, fit equo sua filia coniunx,
Quasque creavit init pecudes caper, ipsaque, cuius
Semine concepta est, ex illo concipit ales. [324-327].
En realidad, el personaje que pronuncia estos versos aprueba la tolerancia «de naturaleza» ante el incesto y la yuxtapone a las «maliciosas leyes» de los hombres, que lo condenan.

[65] Pseudo-Luciano, Cosas del corazón, 36. He parafraseado la traducción, en general digna de confianza, de Macleod (p. 207), sustituyendo «hombres» por «seres humanos» y «amor entre varones» por «amor gay», puesto que no es seguro que el hablante quisiera limitar sus comentarios a los hombres, y las expresiones griegas que Macleod traduce en masculino podrían ser frases hechas sin relación significativa con el género. Podía ocurrir que el hablante gay considerara que las mujeres también estaban privadas de los dones del intelecto y que, en consecuencia, eran incapaces de los amores que él apreciaba, pero no es en absoluto necesario que así fuese, y la tradición neoplatónica parecería abogar más bien en contra de esta inferencia.

[66] Βινει, es decir, montar una hembra.

[67] Πυγίξειν, es decir, montar un macho (por detrás).

[68] Παν άλογον ξωον βινει μόνον· οι λογικοί δέ
Των άλλων ξώων τουτ’ έχομεν τό πλέον,
Πυγίξειν ευρόντες, όσοι δέ γυναιξί κρατουνται
Των αλόγων ξώων ουδέν έχουσι πλέον
. [AP, 12. 245].

[69] Non ergo ut pecudes libidinosae, caeci protinus irruamus illuc, Poetae Latini minores, ed. Emil Baehrens, Leipzig, 1848, 4: 101.

[70] Las ideas de los estoicos urbanos acerca de la «naturaleza» y del «mundo natural» solían ser ridículamente inadecuadas: en un contexto independiente del sexo, véase Epicteto, Discursos, 4. 11. 1, y las notas de W. A. Oldfather en la edición LC, Londres, 1926-1928, pp. 388-389, 408.

[71] Άτοπον μέν ουν τό εκει μέν εύκαιρον τήν τω αλόγων ξωων αποθηρίωσιν, ενταυθα δ’ απόλογον, De stoicorum repugnantiis, 22; véase también 34-35. La opinión del propio Plutarco en torno a los animales y la homosexualidad es confusa debido a la multitud de opiniones que expresan distintos personajes en sus escritos, pero a la luz de este juicio y de su filosofía general no parece probable que haya considerado el comportamiento animal como un dato a tener en cuenta por ninguno de los dos bandos. La afirmación de que la conducta homosexual es desconocida entre los animales, que se hace en Bruta animalia, 990 D, debe tenerse por no sincera, puesto que a ella siguen inmediatamente ejemplos en sentido contrario (990 D; véase también De sollertia animalium, 972 F), y puesto que la mayoría de las afirmaciones de la superioridad animal en este tratado son negadas en otros escritos de Plutarco (por ej., la afirmación de que los animales no experimentan deseo carnal por los seres humanos, 990 F-991 A, es contradicha in extenso por De sollertia animalium, 972 D ss.).

[72] Epístolas, 123. 6: Voluptas humilis res et pusilla est et in nullo habenda pretio, communi cum mutis animalibus, ad quam minima et contemptissima advolant.

[73] Por supuesto que Dios creó todos los animales y dijo de su obra que era «buena», pero luego declaró «sucios» a muchos animales. La serpiente introdujo a muchos seres humanos en el mal y, al final del Génesis, parece irredimible, pero es indirectamente alabada por Jesús por su «sabiduría» (Mat., 10: 16). Los lobos son en general ejemplos negativos de salvajismo y engaño, y las palomas suelen tenerse por ilustraciones positivas de paz y amor, pero otros animales desempeñan papeles más ambiguos: por ejemplo, los zorros asolan las viñas (Cant., 2: 15), y proporcionan a Jesús una metáfora negativa de Herodes (Lucas, 13: 32), pero Ezequiel (13: 4) los describe como víctimas inocentes comparándolos con los profetas hebreos.

[74] Que, aparentemente, Jacob utiliza para engañar a Labán (Gen., 30: 31-42).

[75] Muchas autoridades, por ejemplo, pensaron que algunos animales cometían «naturalmente» adulterio de diversos tipos. Véase Basil, Homilia in hexaemeron, 7. 6 (PG, 29: 160), o Juan Damasceno, Sacra parallela, 2. 11 (PG, 96: 254).

[76] De specialibus legibus, 3. 36: Οσοι δέ προδεδοκομασμένας ετέροις ανδράσιν ως εισίν άγονοι μνωνται συων τρόπον ή τράγων οχεύοντες αυτό μόνον, εν ασεβων στήλις εγγραφέσθωσαν ως αντίπαλοι θεου.

[77] Por ej., en un pasaje dedicado a demostrar que la «naturaleza» no podía aprobar la homosexualidad, califica de «bestial» a ésta, y de «cuadrúpedos» a quienes la practican: véase Paedagogus, citado en Ap. II.

[78] 1 Cor., 2: 14: Animalis autem homo non percipit ea, quae sunt Spiritus Dei. El griego tiene ψυχικός δέ άυθρωπος. Obsérvese la confusa relación que esto sugiere con los «dos caminos» a los que antes se ha hecho referencia.

[79] Por ej., De nuptiis et concupiscentia, 1. 4. 5; De adulterinis conjugiis, 2. 12. 12.

[80] Jam vero appetere voluptates corporis, et vitare molestias, ferinae vitae omnis actio est. De libero arbitrio, 1. 8. 18 (PL, 32: 1231).

[81] Clemente, que ha sostenido que la «naturaleza» concibió los órganos sexuales para funciones heterosexuales, procreativas, es incapaz de explicar por qué la hiena tiene un orificio aparentemente específico y creado por la «naturaleza» para facilitar la actividad homosexual. En realidad señala que la actividad de la hiena no debiera servir como modelo de la conducta humana. puesto que, a) creía que Moisés había prohibido comer de ella, y b) en realidad las hienas no practican el coito anal, puesto que el pasaje que emplean está específicamente concebido para ese propósito antes que para cualquier otro Esto deja sin respuesta la pregunta más interesante: ¿Por qué la «naturaleza» hace que las hienas se apareen con individuos del mismo sexo, y con fines no reproductivos?

[82] In Epistolam ad Romanos, homilía 4 (PG, 60: 415 ss.). No hay corpus de traducciones de escritos de Crisóstomo, aunque algunos tratados importantes aparecen en las series de los Padres cristianos del concilio de Nicea y posteriores al mismo. Sin embargo, estas traducciones son anticuadas y, en ciertos pasajes, están mutiladas. En el ap. II, infra, aparecen varios pasajes importantes en inglés [aquí, traducidos de esta lengua al castellano]. M. L. Laistner publicó una traducción útil del De inani gloria (véase n. 98) en Christianity and Pagan Culture in the Later Roman Empire, Ithaca, 1951, pp. 85-123.

[83] San Cipriano también objetaba que las actividades homosexuales «no pueden ser placenteras para quienes incurren en ellas», fiunt quae nec illis possunt placere qui faciunt, Epístolas 1 (PL, 4: 216).

[84] Plutarco (Moralia, 750) utiliza este argumento contra las pasiones heterosexuales. Los escolásticos tenían que considerar todo deseo sexual como consecuencia del pecado, posición que socavaría por completo el argumento de Crisóstomo sobre Rom. 1: 26-27.

[85] Adversas oppugnatores vitae monasticae, 3. 8 (en Ap. II).

[86] Νυν δέ μυρία καί ίσα καί χαλεπώτερα γίνεται, De perfecta caritate, 7 (PG, 56: 288). El mismo juicio se encuentra en In Epistolam I ad Thessalonicas, 3, homilía 8, (PG, 62: 433).

[87] Agustín Contra mendacium, 7. 10 (PL, 40: 496): Quanto diligentius atque constantius animi castitatis in veritate servanda est, cum verius ipse corpori suo, quam corpus virile femineo corpori preaferatur. Lactancio, Institutiones divinae, 5. 9: Qui denique immemores, quid nati sint, cum foeminis patientia certent.

[88] Institutes, 12. 20 (PL, 49: 457): Nam contra usum naturae desiderio patiendi magis quam inferendi ignominiam intolerabili aestu libidinis urebatur. Agradezco al señor Douglass Roby el haberme llamado la atención sobre esto.

[89] Epístolas, 211 (PL, 33: 964): Non autem carnalis, sed spiritualis inter vos debet esse dilectio: nam quae faciunt pudoris immemores, etiam feminis feminae, jocando turpiter et ludendo, non solum a viduis et intactis ancillis Christi in sancto proposito constitutis, sed omnino nec a mulieribus nec a virginibus sunt facienda nupturis.

[90] Mencionadas en glosas marginales a dos manuscritos del Paedagogus, de Clemente: Ουκ αλλήλαις βαίνουσι δηλαδή, αλλά τοις ανδράσι παρέχουσιν ‘εαυτάς, (PG, 8: 501, núm. 9). San Agustín también parece haber interpretado que el pasaje se aplicaba a uso heterosexual «antinatural»: véase De nuptiis et concupiscentia, 2. 20, (PL, 44: 456-457).

[91] Πυθανομένης της Σαλώμης, πότε γνωσθήσεται τά περί ων ήρετο, έθη ο κύριος όταν τό της ασχύνης ένδυμα πατήσητε καί όταν γένηται τά δύο έν καί τό άρρεν μετα της θηλείας ούτε άρρεν ούτε θηλυ, Clemente, Stromateis, 3. 13, 92 (PG, 8: 1192-1193). Obsérvese que la admiración de Clemente por el «Evangelio Egipcio» le impidió hacer del argumento del rol sexual usado por Crisóstomo una parte esencial de su razonamiento. Sin embargo, en el Paedagogus, 3. 3., se expresan sentimientos en cierto modo paralelos.

[92] Teodoreto de Ciro, Thérapeutique des maladies helléniques [Graecarum affectionum curatio], 9. 53-54 (ed. Canlvet, pp. 352-353): Εις γάρ σκότον καί τήνυπό γης πορείαν ου νόμος εστιν έτι ελθειν τοις κατηργμένοις ήδη της υπουρανίου πορείας, αλλά θανόν βίον διάγοντας ευδαιμονειν μετ’ αλλήλων πορευομένους καί ομοπτέρους έρωτος χάριν. Τούτοις δέ επιλέγει ταυτα. ’Ώ παι, καί ούτω σοι θεία δωρήσεται η παρ’ εραστο υφιλία. Καί ταυτα ου περί των σωφρόνως, αλλά περί των ακολάστως ερώντων έφη· καί ραδιον εκ των εκείνου διαλόγων ταυτα μαθειν…

[93] Por ej., Sacra parallela, 2. 11 (PG, 96: 256): ’Έχεις γυναικα· έχεις μετά ασφαλείας ηδονήν; cf. Theodore Abucara, en PG, 97: 1556.

[94] De renuntiatione saeculi, 6 (PG, 31; 640). W. K. L. Clarke (The Ascetic Works of St. Basil, Londres, 1925, p. 9) sostiene que esta obra no es de Basilio. Otros defienden la opinión contraria, pero para el presente estudio carece realmente de importancia que este problema se zanje en un sentido o en otro. Los comentarios pertenecen, sin ninguna duda, a un contemporáneo de Basilio y se creyó que eran de este último.

[95] En el mundo antiguo era común que los hombres, sobre todo cuando vivían en comunidad, compartieran la cama. Benito y otros prohibieron tal cosa a los monjes, probablemente movidos por los mismos temores que perturbaban a Basilio.

[96] Sermo asceticus, 323 (PG, 32: 880).

[97] Πολλοί εισίασι κάλλη γυναικων περιβλέποντες· άλλοι παίδων ώρας περιεργαξόμενοι, Homilia in Matthaeum, 73. 3 (PG, 58: 677). Es tonto el comentario de van de Spijker según el cual «der Komparativ “curiosus”, “mit noch grösserer Neugier”, weist auf einen stärkeren Vorwurf hin» (p. 254, n. 128): «curioso» aparece sólo en la traducción latina que él utiliza; esa palabra no se encuentra en el original griego. Además, podía haber evitado este error simplemente con haber leído un poco más en latín, donde la palabra «curiose» aparece unas cuantas líneas más abajo referida a mujeres (Forman mulierum curiose respicis?). Un error semejante comete George Prevost en su traducción de la obra, The Homilies of St. John Chrysostom, Archbishop of Constantinople, on the Gospel of St. Matthew, Nueva York, 1888, p. 443. Un eco de la lamentación de Crisóstomo se encuentra en la «glosa ordinaria» al Decretum de Graciano, pero es digno de destacar el carácter puramente heterosexual de su enfoque: véase James Brundage, «Prostitution in the Medieval Canon Law», en Signs: Joumal of Women in Culture and Society, 1, 1976, p. 835, n. 51.

[98] De inani gloria, 76, ed. Anne-Marie Malingrey, París, 1972: ’Ώρα δή λοιπόν επί τήν επιθυμίαν ιέναι. Εκει καί διπλη η σωφροσύνη καί διπλη η βλάβη, οιμαι, ώστε μήτε αυτόν αυτόν καταπορνεύεσθαι μήτε πορνεύειν εις κόρας.

[99] De bono conjugali, 11, (PL, 40: 382); De nuptiis et concupiscentia, 11. 20 (PL, 44: 456-457). En el caso de la última, obsérvese que, aunque la cita de Rom., 1: 27 obliga a Agustín a reconocer la conducta homosexual, difícilmente se le pueda prestar menos atención: se considera específicamente que el pasaje relativo a las mujeres se refiere al coito heterosexual, y el impulso del capítulo es un rechazo del argumento pelagiano según el cual la intención de Pablo es estigmatizar las relaciones homosexuales como opuestas a las heterosexuales. Agustín responde que lo que Pablo se propone es estigmatizar toda relación sexual no procreadora, incluso entre marido y mujer. (En De bono conjugali es especialmente entre marido y mujer.)

[100] Véase Noonan, esp. pp. 85-86, 136.

[101] Un examen de los tabúes relativos a la actividad heterosexual dentro del matrimonio requeriría un volumen tan largo como el presente. Aunque la investigación en este terreno se halla todavía en una fase preliminar, ya es evidente que tales tabúes guardan relación más estrecha con el estatus socioeconómico que con cualquier otro factor particular. Las personas de ingresos bajo y menos educación consideran prohibido un campo mucho más amplio de la actividad sexual; a menudo piensan que el coito realizado completamente sin ropas es perverso e inmoral, y discrepan enormemente de las personas más acomodadas y más educadas sobre cuestiones aparentemente intrascendentes como la conveniencia del uso de la lengua en el beso o la posición que adopten los participantes en el coito heterosexual. (Obsérvese que tales diferencias conciernen a la aprobación, que no a la práctica.) Los análisis más rigurosos al respecto se han realizado sobre la base de datos provenientes del Occidente moderno (véase, por ej., Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human Male, esp. «Social Level and Sexual Outlet» –el estudio pionero en este campo–, y Weinrich, pt. 1), pero otros estudios indican pautas similares en culturas no occidentales: por ej., H. K. Malhotra y N. N. Wig, «Dhat Syndrome: a Culture-bound Sex Neurosis of the Orient», Archives of Sexual Behavior, 4, 1975, pp. 519-528.

[102] Hace muchísima falta una investigación sobre este tema: no hay estudios adecuados. Para Grecia, es útil Henderson, esp. pp. 51-55, pero no hay análisis comparables de las actitudes romanas, a pesar del ingente volumen de datos accesibles. Véase, por ej., Marcial sobre la felación (2. 33, 47, 89; 9. 4; 10. 31; 11. 30, etc.) o incluso contra el beso (por ej., 11. 98). Otros prejuicios romanos se analizan en cap. Roma: la fundación, supra.

[103] Por ejemplo, muchos griegos consideraban más noble resistir que sucumbir al placer que juzgaban particularmente perturbador de los objetivos más elevados de la mente. Otros temían los impulsos eróticos como fuerzas externas, casi demoníacas, que poseían a las almas más débiles. El análisis semántico de las actitudes sexuales en un contexto social que se ha intentado realizar hasta ahora es escaso, pero las obras antes citadas prestan cierta ayuda. Obsérvese que la palabra latina de la cual deriva «pasión», significa «sufrir». Incluso en inglés, la palabra tenía originariamente esa connotación, como es evidente en algunos usos que aún sobreviven, como la «pasión» de Cristo.

[104] Vincent de Beauvais, Speculum doctrinale, 10. 45: Adulter est in sua uxore ardentior amator. In aliena quippe uxore omnis amor turpis est, et in sua nimius. Sapiens iudicio debet amare coniugem, non affectu.

[105] Soliloquia, 1. 40 (PL, 32: 878): Nihil esse sentio quod magis ex arce dejiciat animam virilem quam blandimenta foeminea corporumque ille contacius.

[106] Summa contra gentiles, 3.124: Certitudo prolis est principale bonum quod ex matrimonio quaeritur.